Tengo la sensación, ante el Gobierno de Pedro Sánchez, de que no existe una correlación entre su origen y las políticas que de él se pueden esperar. Y de que de esa asimetría es perfectamente consciente el nuevo Ejecutivo, que incluso en su composición combina, en la búsqueda de un equilibrio difícil, guiños a la izquierda con complicidades con la derecha. Así, el área de Justicia bebe en las fuentes de los colectivos progresistas de fiscales y juristas, mientras que en Interior se ha colocado a un juez cuyas relaciones con los derechos humanos son tan tortuosas como sólidas sus afinidades con la derecha.

Atrapado, a mi entender, entre el necesario soporte de Unidos Podemos (que no sólo presta sus diputados en la moción de censura, sino que convence a los nacionalistas) y los estrechos márgenes que para el cambio ofrece el Régimen político en el que el PSOE se inserta, las ministras y ministros de Pedro Sánchez construyen un relato y adoptan una serie de medidas en las que se acoplan en un solo cuerpo propuestas progresistas y mantenimiento del statu quo, con todo lo incoherente que ello resulta.

Paradigmática a este respecto es la entrevista que un conocido diario de tirada nacional realizó a la ministra Nadia Calviño hace unos días. En estas declaraciones, la jefa del área económica del Gobierno dice, simultáneamente, que el crecimiento de la economía se debe al ajuste salarial y que hay que compatibilizar dicho crecimiento con salarios adecuados. Afirmar que las cosas van bien porque los salarios son bajos es contradictorio con pedir salarios más elevados, los cuales, según el primero de los axiomas de la ministra, impedirían un desarrollo adecuado de nuestra economía. En relación a las relaciones laborales, también coexiste la reivindicación de un nuevo marco laboral del siglo XXI con la negativa a derogar la reforma laboral de 2012 (y la de 2010). Una vez más, una cosa y su contraria.

Prosigue la ministra asumiendo acríticamente el recorte de 6.000 millones que exige Bruselas, insistiendo en el compromiso del nuevo Gobierno con la estabilidad presupuestaria. El problema de este planteamiento es que obvia la cuestión de los ingresos, verdadero talón de Aquiles del sistema fiscal español: nos faltan unos 90.000 millones de euros provenientes de los impuestos para parecernos a la eurozona. Quizá habría que conseguir que las cuentas salgan a partir de la generación de esos recursos que no entran en Hacienda y que deberían hacerlo.

En el espinoso tema de la pensiones, la ministra se sale por la tangente cuando el entrevistador le plantea la eliminación del factor de sostenibilidad, asegurando que el equilibrio del sistema depende de muchas variables. Balones fuera. A ello le podríamos añadir que el ejecutivo ha decidido prestar 7.500 millones a la Seguridad Social para pagar la extra de los pensionistas. Prestar, no transferir, lo que significa que se mantiene el déficit de la Seguridad Social y, por consiguiente, la base legal que impide que las pensiones se revaloricen a partir del IPC. Pero a la vez, fuentes gubernamentales aseguran (y no me cabe duda de su sinceridad) que las retribuciones de los jubilados y jubiladas se incrementarán, Pacto de Toledo de por medio, según el coste de la vida. Una vez más, medidas y declaraciones que encierran en su seno la paradoja, como la que atañe a la recuperación de la universalidad en la sanidad pública en un plazo de seis semanas, mientras que se aplaza sine die algo que se había anunciado como inminente hace unos días: la eliminación del copago para los pensionistas.

De momento, el Gobierno socialista ha optado por dar satisfacción a quienes le han puesto en el poder adoptando medidas políticas que no alteran el ajuste presupuestario, relacionadas con la memoria histórica o el conflicto territorial. Pero ha de abordar el conflicto social que hunde sus raíces en la precariedad laboral y la impunidad fiscal de los ricos. En este aspecto, da la impresión de querer pero no poder.