Un exultante Miguel Ángel Cámara anuncia la interposición de demandas y de querellas a troche y moche después de su absolución en el caso Nueva Condomina. No sé por qué no me extraña, pues para ser un buen político se ha de tener una honorabilidad intachable, pero tengo mis dudas de que el antiguo alcalde de Murcia lo sea. Claro que, según para quien, pues pocos entienden que una sentencia absolutoria no significa inocencia.

Hablemos de Derecho: las sentencias de los tribunales no declaran inocente al acusado, sencillamente porque casi nunca se demuestra la inocencia. Es la culpabilidad la que hay que demostrar, porque existe una regla procesal sobre la carga de la prueba que en la Constitución se llama presunción de inocencia. Pero es una norma jurídica que no afecta ni a las normas morales ni a la honorabilidad política. La segunda se rige por el principio de ni la más mínima sospecha, que ya enunció el romano. Si la traemos a colación es porque la mujer de César en este caso ni demostró ser honrada ni lo pareció.

Ciertamente, la sentencia declara que se actuó dentro de la legalidad y no me pararé en el criterio de una magistrada. La Constitución le atribuye la competencia para dirimir una contienda jurídica, pero no la infalibilidad sobre lo legal y, desde luego, ni siquiera menciona su capacidad para declarar sobre la honestidad. Y es en este terreno donde podemos hablar, señor exalcalde, de tú a tú, aunque todas las felonías que yo pudiera cometer a lo largo de mi vida no podrían llegar ni a una sola de las que usted podría haber cometido siendo alcalde, estén ya prescritas o incluso juzgadas. Incluidas las legales, pues no son pocos los que saben de la Ley del Suelo de la Región de Murcia y el teletransporte del volumen de edificabilidad, por ejemplo.

Si no se le ha podido probar su trato de favor a Samper será porque las hemerotecas no son tampoco prueba fehaciente del idilio de los famosos, aun cuando haya fotografías de las que parezca deducirse al menos el romance. Empero, deberá usted reconocer que a sus prohijados, el Real Murcia y la propia ciudad, no le sirvieron de mucho sus padrinos. El primero pasó de ser un club prácticamente en quiebra, pero con campo propio, a ser un club sin campo y más partido que quebrado, pues en disputas está su propiedad. De haberse cumplido los propósitos que usted y Samper se hicieron, sería uno de los equipos mejor saneados de todas las categorías, pues por sus manos habrían pasado sustanciosas plusvalías, que en otras manos quedaron. Y lo digo sin señalar, que de chico me enseñaron que es de mala educación.

Pero hablemos de la ciudad, esa que se iba a engrandecer con un macroproyecto de centro comercial con más mármol que el Panteón de Mausolo en Halicarnaso. Hasta allí llega el tranvía que antes que ruina fue ruin, pues llegó a Nueva Condomina y no a la Arrixaca, para dejar claro cuáles eran las prioridades de aquellos años del cuplé. Ahora llega a un páramo yermo donde se ubican los grandes fantasmas de la especulación y la inutilidad de decenas de rotondas que crecieron como hierba rastrera, ya fuera en grandes avenidas o en caminos de cabras. Pero en eso seguramente también siguió usted el consejo de los técnicos, que al parecer no hacía usted nada sin contar con ellos. Lástima que sean tantos los funcionarios que poblaron la macroadministración municipal que creció bajo su mandato, pues más de uno tiene conocidos entre ellos para saber de los consejos que recibía y también de los que daba.

En este municipio que usted gobernó tantísimos años que parecieron una eternidad hasta para sus propios votantes, más de uno se preguntó por la suerte de ese gran visir llamado Iznogud, sacado de la pluma de René Goscinny, que siempre soñó con ser califa en lugar de Valcárcel —¡oh, perdón!—, del califa. Pero no desbarraré más, pues el espacio es apreciado en este periódico en el que abundan buenas plumas de las que yo sólo soy aprendiz. Presumió usted de que llegáramos a ser el séptimo municipio de España ¡vive Dios! por delante de Bilbao. Sólo hay que mirar el gran Bilbo desparramado por la ría, a un lado obrera, a otro, del pan pringao. Y después de eso, mire usted las pedanías a las que nunca ha mirado. Allí viven dos tercios de la población, muchos sin aceras, sin calzada y sin autobús. ¡Ah, pero para ganar esos votos bastaba con aquella divisa en su balcón de ´agua para todos´! Lo bonito era gobernar para los acólitos con la sardina en el río y unas cuantas muestras de la más cutre imaginaría diseminadas por nuestros parques y plazas y, por supuesto, el arte de la escultura en nuestras emblemáticas rotondas.

Así, durante veinte años hemos soportado el gobierno de una ciudad desnortada, crecida a golpe de planes urbanísticos, destrozado el plan Ribas Piera, vencida y derrotada la huerta como aquel ejército rojo, peatonalizada la avenida de la Gürtel —¡oh, perdón!, yo llamo así a la avenida de la Libertad en recuerdo de uno de los técnicos cuyos consejos nunca pidió—, machacada la concepción romántica del jardín más emblemático, que lleva el nombre del conde de Floridablanca, cercenadas las líneas de fuga que el urbanismo del XIX había diseñado para esta ciudad a la que usted nunca apreció. Y como esta última es una opinión subjetiva, no como las anteriores, yo se la discutiré donde quiera que usted me requiera, incluso en el foro que usted tanto aprecia de los tribunales, donde tiene por paladines a notables primeros espadas.

También debe tenerlos en la misma Universidad que a usted le ampara y que yo respetaba como cuna de mis maestros. Pero desde que consolidó quinquenios de antigüedad y sexenios de investigación sin ni siquiera pisarla, una venda me cayó de los ojos, pues son la sabiduría y al conocimiento los que se han de admirar y no las cátedras hueras ni las florituras de la política, en las que, como decía Enrique Santos Discépolo en su inolvidable Cambalache, lo mismo vale un burro que un gran profesor.