Con la Noche de San Juan y la llegada del calor se abre un tiempo nuevo, un tiempo que hace a las mujeres más atractivas y a los hombres nos lleva a remangarnos las mangas de la camisa y despojarnos de los calcetines en el mejor de los casos, y en el peor, la fibra o el algodón son sustituidos por el liviano y fresco hilo. La gente busca la umbría y las calles más populares de Murcia reciben las pinceladas de quienes se cubren sus solemnes calvas con el blanco sombrero Panamá. Por estas fechas, en que las bebidas se hielan, mi abuela liaba los bártulos en el quejoso motocarro para sentar sus reales en La Alberca buscando las sombras de las moreras y los aromas de alhábega, repelente natural de molestos mosquitos que chinchan al personal con tempranas picaduras que provocan brujones que algunas señoras de sangre dulce, aún desacostumbradas, lucen con dolorosa ostentación.

Otros emprenden el camino del litoral, tras el punto y final al curso de la chiquillada, aunque sólo sea en prematuras vacaciones de fin de semana.

Siempre que oigo o leo la palabra 'litoral' me vuelve a la imaginación aquella orla azulada que, con lápiz de color, le pintábamos en el colegio al perfil costero de los mapas, que seguramente señale su límite el vuelo de las gaviotas o acaso las crestas ribereñas hasta las que escala el aliento marinero. En todo caso, el litoral es algo más que la pura orilla y debe comprender, por lo menos, aquella faja de tierra que vive subordinada a la costa. Allí donde el paisaje le vuelve la espalda al mar. En tiempos pasados, sentado en la estrecha terraza del alberqueño bar El Avión, la mar se intuía, incluso oliendo a mar (a algas, a sal, a yodo), por el mero hecho de ver pasar los automóviles, pletóricos de euforia, camino de la costa, destino cercano, una vez salvado el obstáculo obligado del Puerto de la Cadena.

Con la llegada del verano adquiere destacado relieve el término 'cantina'. Pues en muchas ocasiones el bar se sustituye por la cantina: en las plazas de toros, en las piscinas públicas, en los campos de fútbol, en los cines de verano y, sobre todo, en las lonjas costeras y plazas de abastos.

Si ayer la terraza del bar El Avión en La Alberca fuera la antesala de la costa cercana, hoy, sin temor a equivocarme, La Cantina de Pascual, en la plaza de abastos de la pedanía serrana, supone un espigón que se adentra en las inexistentes aguas marinas a la vera del monte, gracias a los excelentes pescados y frutos del mar que abastecen las inmejorables pescaderías aledañas, y que la plancha de Pascual García García convierte en excelsas viandas.

Hombre de buen porte, talante y mejor mano, atiende con cordialidad a los cientos de murcianos que a la barra de su cantina, se acercan a degustar cada día las excelencias de la mar, dando por hecho que La Alberca sigue siendo y pertenece al ambiente costero de nuestra tierra. La Cantina de Pascual une los aperos huertanos a la quilla de la nave. El huertano encarna a la humanidad enraizada y el marinero posee alma de nómada, ambos encuentran su conjunción en un barco con cimientos y la pericia de un capitán: cantina y cantinero, de la mar al plato. Algo muy difícil de mejorar.