Con el agotamiento periódico de nuestras fuerzas buscamos también ocasión propicia para regenerarlas y restaurarlas. No es casual que estas líneas se escriban bajo la calurosa presión del solsticio de verano. Buscamos nuestra salvación (siguiendo una táctica milenaria quizá no muy noble, sin duda práctica y efectiva) en la huida. Huimos de lo que nos rodea física o socialmente. En nuestra sociedad reglada, entrelazada de obligaciones y dependencias mutuas utilizamos con deleite la palabra 'huida', término quizá más eufemístico y elegante que otras expresiones como 'vacaciones' y 'ocio' cuyo disfrute, por cierto, no es igual en la supuesta era de la igualdad para todos los miembros de la sociedad. Trasladamos entonces a un cuadrante el tiempo que nos ha sido concedido y nos apartamos con todos los permisos y los mejores deseos del pequeño campo de batalla en que se desarrollan nuestros actos cotidianos, para iniciar un éxodo ('vacacional') que nos convierte durante un tiempo en protagonistas pendulares ida y vuelta de una migración hacia un destino que suponemos nuevo. El tiempo reglado se interrumpe y, como ocurre durante todos los períodos de excepción, los sujetos que actúan al margen de la marcha general de los acontecimientos compartiendo similares intereses se constituyen como una verdadera comunidad, una pequeña tribu temporal; visten ropas características a menudo llamativas (como las prendas cortas de color o el uniforme de senderista), forjan y normalizan un lenguaje grupal nacido de la convivencia y se mueven en ámbitos más definidos y homogéneos mientras dure la excepcionalidad y hasta que sean reintegrados al grueso de la sociedad de la que momentáneamente se habían segregado. Ese tiempo de excepción se puede llenar de cosas por hacer, de 'actividades' prácticas para completar los días de montaña y mar; de diversiones, de evasiones, de experiencias intensas que permiten a los miembros de la recién nacida comunidad ser percibidos e identificados por sus acciones. Toda actividad, por el hecho de ser grupal, sale reforzada y las voces del interior se acallan ante la fuerza de la colectividad. Descanso y dominio se sientan a la misma mesa.

Si además combinamos esa excepcionalidad con una prolongación e intensificación de los hábitos de consumo básicos también podremos alcanzar la abdicación momentánea de nuestras preocupaciones. Esto, en cierta forma, permite culminar el sueño ancestral de la huida y la vieja aspiración a la disolución del yo, al olvido de uno mismo. Se trata de un dionisismo grupal, proletarizado, de intensidad variable, basado en la satisfacción regular de deseos y en una constante (a la larga insostenible) mejora de la oferta de dichos deseos.

Sin embargo, hay otra vía al margen de la descrita para quien desee probar nuevos caminos. Aunque en nuestro tiempo cualquier paisaje es menos natural que cultural, y por muy remoto o puro y auténtico que parezca, la mano del hombre ya lo ha tocado y manipulado, lo cierto es que el goce en la contemplación puede darse aún para quien no haya perdido la predisposición a contemplar la montaña, el valle, los bosques y lagos o el mar. La tierra solo cambia en apariencia, permanece mientras la humanidad pasa. De ella salen las generaciones y a ella vuelven en un ciclo sin fin igual que las hojas brotan y caen, igual que las olas del mar vienen y van en una repetición inacabable. He ahí algo que nos trasciende y que nos permite contemplar sin las distorsiones, contaminaciones y servidumbres cotidianas, los poderes fundantes de la vida y del tiempo, en definitiva, el misterio de lo absoluto. «Algo grande ocurre cuando la montaña y el hombre se encuentran», afirmaba William Blake. Y aquí la montaña es sencillamente todo espacio natural que escapa al espacio reglamentando de la sociedad humana.

Podemos entonces afrontar sin miedo el goce en la contemplación y caer en un arrobamiento que al principio casi es místico frente a las fuerzas de la naturaleza portadoras de vida y belleza, como en la música del Encanto de Viernes Santo para el drama de Richard Wagner Parsifal. La individualidad se aminora, el egoísmo desaparece, el deseo se mitiga y apacigua mientras la naturaleza restaura y regenera nuestras fuerzas. Esta es la vía principal para la contemplación estética y la experimentación de lo bello sólo con la ayuda de nuestros sentidos, sin la necesidad de ningún instrumento artificial que aumente la realidad como si estuviéramos sedientos de ella y faltos de herramientas.

Es un misterio sagrado el que se percibe entonces y supera el pobre poder descriptor de las palabras. Goethe recuerda en uno de sus aforismos que el observador no resuelve el fenómeno, sino que se funde en su particularidad. Aunque algo así puede ser una experiencia compartida, no por ello deja de ser individual, jamás colectiva. El contacto con la naturaleza debería también aminorar el riesgo permanente que sufrimos de caer en una dinámica de grosero consumo material. La comunidad con la naturaleza debe llevarnos a entenderla no solo en su inmanencia sino en su trascendencia, no sólo como ser maternal y nutriente, menos aún como depósito de recursos, sino también como artista y creadora, condiciones que siempre hemos deseado atribuirle, aunque solo sea de manera poética, por puro amor, a despecho de toda la argumentación racionalista. El bosque, la montaña o el desierto pueden recuperar entonces su condición de santuario, de encuentro con lo primordial, aun conservando su condición de riesgo, de espacio peligroso. Dotamos así de un sentido nuevo los breves días de excepcionalidad y permiso cuyo derecho legal unas veces se recibe y tantas otras se conquista. Y esta vez no nos agotaremos en el exceso de un falso dionisismo domesticado, sino que percibiremos la enorme capacidad de recuperación, transfiguración y regeneración que posee la naturaleza, volveremos de ella menos proletarizados, más fuertes, restañadas las energías vitales, con más nobleza, más inclinación a la existencia y a su regeneración. Entonces, solo entonces, podremos proclamar la recuperación de nuestras energías y la adquisición de otras desconocidas que nos lleven por un camino algo más lejos de la alienación, nuevo y abierto, no exento de riesgos porque ya no será predecible ni computable, como dignos descendientes de aquellos que pisaron selvas y playas prehistóricas, conscientes de ello y por tanto incondicionalmente libres incluso bajo el peso de una sociedad ansiosa de control social, tasada y reglamentada hasta la náusea o la asfixia como la nuestra.

Y de nosotros se podrá decir, como de Zaratustra en la obra de Nietzsche, que después de haber subido al monte nuestras cenizas, descendimos al valle bajando de vuelta nuestra ardiente luz.