Cuando llego a la céntrica cafetería ella ya está sentada. Sé que es ella porque reconozco al niño, que está en su carrito. Está de espaldas a la puerta por la que he entrado. Lleva el pelo suelto, parece recién lavado. Aparenta ser más joven que yo y más delgada, de hecho lo es.

El ambiente es elegante. Unas flores rojas sobre cada mesa rompen el ambiente totalmente blanco. Todo ofrece un aspecto delicado y frío y a mí me tiemblan las piernas y las manos como si estuviese en el Ártico.

Me acerco muerta de miedo e incertidumbre hasta la mesa. El niño me echa los bracitos para que lo coja.

—Ni se te ocurra tocarlo —me dice la mujer con su voz de hielo.

El niño lloriquea y le doy la flor que hay sobre la mesa. La flor hace juego con sus zapatillas rojas. Está sucediendo todo a la manera irreal de los sueños; sin embargo, reparo en estos insignificantes detalles.

—Veo que no sólo conoces a mi marido. Habéis tenido la poca vergüenza de llevar el niño a vuestras citas. Siéntate y escucha.

Nadie nunca me había hablado con tanto desprecio y autoridad. Se siente dueña de la situación y yo obedezco cargada con el peso de la culpa. Aún estoy en shock desde que anoche recibiera su llamada desde el móvil de Carlos. Llamada entrante, «Carlos, amor». Descolgué alegre y entusiasmada, como siempre que me llama, con la esperanza de un encuentro cercano y me encontré con la voz gélida de esta mujer respondiendo a mi «¡Hola, cariño!».

—Escúchame atentamente, zorra. Te quiero mañana a las doce en la Cafetería Viena, tenemos que hablar.

Y aquí estoy yo, con los ojos hinchados de llorar toda la noche, de darle mil vueltas a la situación. Voy hecha un desastre, a pesar de llevar la falda de flores con la que conocí a Carlos, como un amuleto, como si fuese a darme fuerzas para enfrentar la situación. Parecemos mujeres de planetas distintos. Ella va pulcramente vestida, no le falta un detalle: las uñas perfectas, el maquillaje impecable y los ojos inyectados de odio. Yo aún no he articulado palabra. La miro como una niña a la que están a punto de castigar.

—Carlos es muy despistado y ayer se dejó el móvil en casa. Su contraseña es el día de nuestra boda, ¿lo sabías? Es tan despistado como para no haber borrado las llamadas ni los whatsapp. Él no tocaría mi móvil y, quizá por eso, ha pensado que yo tampoco lo haría. Se ha equivocado, como en tantas cosas.

—No sé qué decir —respondo entre pucheritos que se me escapan.

El niño ha destrozado la flor y me vuelve a tirar los bracitos. La madre le da una bolsa de gusanitos. Es tan pequeño, tan bonito y no he podido ni darle un besito hoy.

—No tienes nada que decir. Has venido a escuchar. Él no sabe que estamos aquí ni que lo he descubierto. Por el tono en que habláis, imagino que lleváis el tiempo suficiente como para que sepas lo importante que es para él su hijo. Te habrá contado lo que ha sido capaz de perdonarme por ese motivo. Así que no sé qué te habrá prometido, pero no me va a dejar. Si lo hace no volverá a ver al pequeño y te aseguro que es lo que más quiere en el mundo, más que a ti o a mí. Pero no seré yo quién se lo diga. No voy a ser la mala. Quiero que lo dejes tú. Quiero que le hagas daño. Quiero que le digas que todo se ha acabado. Que no intente recuperarte y que no quieres volver a verlo en tu puñetera vida.

Mis pucheros se han convertido en un manantial de lágrimas imposible de contener.

—Veo que lo quieres de verdad. Pues ya sabes lo que tienes que hacer.

El niño se ha dormido con la bolsa de gusanitos entre sus manitas. Lloro con más fuerza al saber que nunca más volveré a tocar sus dedos chiquitos, que no jugaremos a palmas palmitas ni a subir y bajar escalones hasta la saciedad.

Recibo un whatsapp en ese preciso momento de Carlos. Se ilumina la pantalla y ella me muestra la suya.

—Mira, también compartimos fondo de pantalla.

Me enseña su móvil, en la pantalla Carlos sonríe junto ella y al niño. En mi teléfono aparece casi la misma imagen, pues ella está recortada.

—Olvida a Carlos, te aseguro que él no tardará mucho en hacer lo propio contigo. Estáis juntos por despecho. Él jamás me hubiese sido infiel de no haberlo hecho yo primero. Pero, ¿sabes con quien duerme cada noche? ¿Sabes a quién le pasa el brazo por encima en la cama? Y tu nombre, tu nombre solo se le ha escapado en sueños. Es a mí a quien nombra cada día.

Márchate, ten un poquito de dignidad.

Me levanto como puedo de la silla, consciente de que acabo de morir por primera vez en mi vida y me dirijo hacia el coche.

Me derrumbo en el asiento y recuerdo que Carlos me ha enviado un whatapp. Lo leo: «Tengo un ratito en media hora, ¿nos vemos?». Le respondo: «Dame diez minutos». Mensaje suyo de vuelta: «Así, ¿sin cariño ni nada, sin besito, sin emoticono? Buf, a ver qué te pasa».

Está en el parking del bloque de edificios vecino al de su oficina. Aparco y me meto en su coche.

—¡Dios mío, qué coño te pasa! ¡Estás hecha un asco! Te lo digo desde el cariño, jajaja.

—Carlos —trago saliva—, sabes que te he querido como a nadie, que con nadie he sido tan feliz, que me has cambiado la vida, que me has cambiado todo, que siempre he estado ahí, pero la vida, la vida es muy puta, Carlos, y las cosas no siempre salen bien, no siempre triunfa el amor. Esta historia se ha acabado. Me hace daño estar contigo. Ya no aguanto más. Quiero que olvides hasta que existo —miento y me bajo del coche sin darle tiempo a responder.

Me alejo buscando mi coche, no recuerdo dónde lo he aparcado, como de costumbre. Me alejo y, mientras tanto, se van desprendiendo las flores de mi falda, de mi corazón, de mi alma.