Ya no es posible ocultar que nuestra relación con la naturaleza ha sido como la de un ejército viviendo sobre el terreno de un país conquistado. La lógica descontrolada de explotación y de producción ha llevado a un aprovechamiento sistemático de recursos que en gran medida han desembocado en un auténtico saqueo de los bienes del lugar que antaño llamábamos Madre Tierra. Durante el tiempo que el sistema funcionó sin grandes sobresaltos generó también su universo propio de representaciones y prácticas. Así lo vemos en el ideal civilizatorio de los clásicos del western que en tantos aspectos y con tanta maestría condensan el mundo mental de la modernidad. La humanidad llevaba la civilización a lugares antes naturales y salvajes, introducía el ferrocarril y con él venían el derecho y la ley; el telégrafo y los funcionarios del gobierno. Los médicos desplazaban a los charlatanes, los abogados a los pistoleros; los soldados a los bandidos. Se fundaban ciudades y se levantaban los primeros monumentos de la civilización: el salón y la iglesia, la cárcel y la escuela, el cementerio.

Desde esa perspectiva la naturaleza servía de escenario, en muchos casos lírico, de un mundo que se respetaba y se temía por su dureza de carácter sublime pero cuya belleza no podía ser ignorada. En todas partes comparecía el hombre como héroe civilizador, protagonista de un relato épico. Pero con la introducción de los modernos sistemas de explotación, la visión exclusivamente empresarial desplazó a la tradicional mentalidad épica naciendo una desmedida ambición de dominio, que no ha podido, sin embargo, vencer por completo la aparentemente ridícula resistencia que prestan los habitantes de la Tierra más diminutos (pero más numerosos y más despiadados incluso que nosotros mismos): virus, bacterias e insectos. La lucha contra estos reducidos imperios microscópicos constituía el último desafío de una humanidad triunfante en los demás frentes.

Los éxitos obtenidos por los virólogos frente a las grandes epidemias convertían a estos meritorios médicos en héroes. Junto con el científico podía distinguirse también la figura de otro guerrero cultural: el pionero, el viril guerrero propagador del progreso. Un recuerdo especial de esta visión del mundo lo encontramos en la novela de Carl Stephenson La guerra de Leiningen contra las hormigas (1938). En ella un inmigrado europeo levanta en la selva una gigantesca plantación arrebatando espacio a la jungla y a sus primitivos habitantes. Sin embargo, una terrible plaga de hormigas destructoras amenaza la plantación, que es tanto como decir que pone en peligro la avanzadilla misionera de la civilización. El relato, con la célebre adaptación cinematográfica de Byron Haskin Cuando ruge la marabunta (1954), se desarrolla como una nueva versión de David contra Goliat. Goliat, gigantesco y brutal, encarna la fuerza de la naturaleza. David, joven y físicamente más débil, cuenta sin embargo con la inteligencia y la técnica que le lleva a dominar la dinámica de los objetos en movimiento. Leiningen es el rey David de la selva americana y la marabunta es su Goliat.

El triunfo de Leiningen frente a este demonio selvático es posible gracias a un uso inteligente, es decir prometeico, del fuego y los explosivos. Ningún humano vivirá jamás en armonía con los animales, le dice la pantera Baguira al joven Mowgli en El libro de la selva (1894) de Rudyard Kipling. La sabia pantera exhorta al pequeño a que encuentre la 'flor roja' de los hombres pues su posesión le salvará la vida y le dará el dominio de la jungla. La flor roja no es sino el fuego. Kipling convierte a Mowgli en un pequeño Prometeo portador de la antorcha.

Sin embargo, la conciencia hoy en día cada vez más palpable de vivir en un mundo ya dañado, irreparablemente manipulado por la mano (en tantos casos funesta) del hombre, abocado por el exceso a la extinción de especies, a la degradación de los paisajes, del medioambiente y del clima ha generado también en el universo de las representaciones culturales, como el cine y la literatura, una nueva visión de la resistencia de estos pequeños seres frente al hombre, algo que pone de manifiesto tanto nuestra mala conciencia como nuestra debilidad frente a las fuerzas de la naturaleza. Leiningen hubiera muerto devorado por las hormigas en Sucesos en la cuarta fase (1974), la película de Saul Bass donde ni la técnica, ni la química ni los explosivos pueden hacer nada contra la determinación de tan peligrosos antagonistas animados como por una inteligencia colectiva más antigua y más poderosa que la humana.

Este cambio inquietante de las tornas, no exento de cierta clase de humor, convierte en inesperados vengadores a seres antes inofensivos; a las aves en Los pájaros, la película de Alfred Hitchcock que en 1963 adaptó un relato de Daphne du Maurier o incluso a las pacíficas plantas, como en El incidente (2007), drama de Night Shyamalan. La amenaza microbiana no es menos temida y basta recordar cómo eliminaron tanto H. G. Wells como Ray Bradbury a los marcianos (imagen metafórica, espejo más bien, de la humanidad): dejando actuar a las bacterias. El sistema de explotación continúa funcionando en la primera mitad del siglo XXI, pero la dinámica permanente de desafío y respuesta nos ha lanzado a una campaña sin cuartel contra la naturaleza, por no hablar de otra guerra más terrible aún, la de la humanidad contra sí misma.

El engañoso apogeo de nuestra civilización frente a los desafíos del presente se asemeja cada vez más a una subida vertiginosa de la apuesta que nos acerca, pese al aparente auge de las ganancias, a una próxima bancarrota global. ¿Sabremos escapar a las revoluciones de tan fatídica ruleta?