En El Correo de Murcia del 23 de mayo de 1793 leemos: «El cuidado principal de la administración de las Repúblicas, no consiste solamente en la distinción de dignidades y clases de gentes, sino también se extiende en orden a los vestidos y adornos de los ciudadanos, que poniendo cierta limitación sin duda veríamos muchos artesanos y menestrales más felices de lo que experimentamos con un lujo que a veces es la ruina de su honor, de su casa y de su familia».

No es necesario remontarnos más allá del siglo XVIII para descubrir que el ataque a la moda de las mujeres por parte de los moralistas, religiosos, políticos y 'señores con corbata' tenía como pretexto conseguir perpetuar un «correcto modelo familiar» y mantener «una actitud moral femenina aceptable», que permitiera la paz social.

El famoso discurso pastoral de Luis Belluga y Moncada contra los trajes y adornos de las mujeres que ha sido mil veces citado y otras tantas analizado, nos avisaba de que la actitud rebelde de las mujeres en el vestir suponía, no solo su perdición y su caída en el pecado, sino que arrastraban con ellas a los hombres al lado oscuro.

Las murcianas de los tiempos de Belluga se atrevieron a recortar el largo de la falda hasta tal punto que mostraban el tobillo y (osadas ellas) bajaron el borde del escote dejando ver «gratuitamente parte de sus pechos». Durante los siglos XVIII y XIX fue una constante en las publicaciones, tanto periódicas como monográficas, sobre moralidad y buen comportamiento de las mujeres, el intento de alejar a estas féminas de la moda, del lujo, del adorno personal y de los complementos, como una manera de alejarlas del mundo y empujarlas a lo doméstico, a lo interior y a la buena costumbre del ahorro y la educación de la familia.

Era muy común encontrar en la prensa local del momento reproches a las mujeres por mostrase desenvueltas en el andar, por mostrar altanería en los ojos y por no tener problema en asistir a tertulias, al teatro o a pasear por la ciudad.

En el primer tercio del siglo XX, el mundo femenino se enfrenta a la misma idea que en siglos anteriores. Sólo un ejemplo, recogido por F. J. Crespo sobre la prensa murciana, que nos sirve para ilustrar esta idea, lo leemos en el número 92 de la revista Espigas y Azucenas, de 1921, donde se dice que la mujer debe liberarse de la coquetería, vanidad, no presuntuosa; será el ángel del hogar, que labre la dicha de su esposo y la felicidad de sus hijos.

Por una cosa o por otra la indumentaria de las mujeres siempre está en cuestión. Una ministra, una alcaldesa, una empresaria o una profesional que se enfrente al mundo público, ya sea en un congreso, en un escenario o incluso en un centro de enseñanza, se somete cada día al escrutinio de su apariencia. En los últimos días hemos encontrado en la prensa algunos artículos en los que se analizaba la imagen de las nuevas ministras que me han recordado a los moralistas del siglo XVIII. Hemos leído comentarios tan profundos como que una ministra debe buscar su estilo, como otra tiene un buen chasis o como a otra se le reprocha que use poco maquillaje y no lleve complementos a juego con el vestido.

Ya decía el cardenal Belluga que esa manía de enseñar los pies no nos podía llevar a nada bueno.