No es muy conocido porque es una cosa que suena como muy técnica, pero muchos de los suelos que nos rodean están contaminados.

El suelo es como una especie de piel que recubre el cuerpo de la tierra. Y como piel que metafóricamente es, resulta muy delicado. Solemos pisarlo, removerlo, consumir los productos cosechado en sus campos, aprovecharlo y trasformarlo sin darnos cuenta de que, a veces, las actividades humanas previas dejaron una herencia por la que decenas de compuestos potencialmente peligrosos pueden permanecer durante generaciones. Gasolinas e hidrocarburos de toda clase; cianuros, especies químicas que los técnicos vienen en denominar, ni más ni menos, como 'compuestos orgánicos volátiles'; bencenos, toluenos y el resto de su extensa parentela (hay que ver cómo de prolíficas son las familias químicas); compuestos de nombres tan impronunciables como los policloro bifenilos, metales pesados cuyos nombres son más accesibles como el plomo, el mercurio, el cadmio o el zinc?

Compuestos muchos de ellos que en determinadas concentraciones pueden ser perjudiciales para la salud humana y que agazapados, silenciosamente, están muy cerca de nosotros precisamente por que el suelo, al igual que la atmósfera, implica un ámbito de contacto (una interfase, si nos ponemos pedantes) en la que las trasmisiones son muy sencillas. Podremos inhalar el polvo removido de lugares contaminados, podremos tener contacto directo entre el suelo y nuestra propia piel, podemos ingerirlo de mil maneras sin que pare ello haga falta hacer como los niños que directamente se comen la tierra, podemos encontrarlo en los organismos que forman parte de la cadena alimenticia y finalmente en nuestras despensas. Podemos estar, en definitiva (y de hecho lo estamos), expuestos a la acción del producto de años y años de intervención sobre los sitios sin que nadie se haya fijado en lo que quedará para los que luego vengan y necesiten utilizar los mismos lugares. La historia es larga y testaruda, y suele pasar factura también desde este punto de vista.

El conocimiento de esta situación no es precisamente nuevo. Las comunidades científicas y técnica, la legislación y las administraciones, llevan ya algún tiempo al cabo del problema. La normativa actual establece la necesidad de realizar determinados informes y medidas para los casos en los que razonablemente se sospeche que un suelo sobre el que se quiere realizar una actividad (por ejemplo una urbanización o unas nuevas instalaciones comerciales o industriales) pueda estar contaminado. Un suelo contaminado, además, se debe de registrar como una carga en las trasmisiones de los terrenos, y también se prevé que para determinadas cargas contaminantes se deba de proceder a la descontaminación de los suelos antes de seguir utilizándolo para los nuevos usos.

Se trata, en definitiva, de poner la contaminación de los suelos en primer plano de la preocupación técnica y administrativa para garantizar en lo posible las mejores condiciones de salud de las personas y los ecosistemas. Me consta que la administración ambiental estatal y murciana va en esa línea, que es la única posible, pero para la que sin duda se requiere reforzar los medios materiales y humanos para afrontar un reto de tan largo alcance y de tanta importancia ambiental, sanitaria y estratégica.