El silencio es uno de los mecanismos que forman parte del engranaje de la violencia y que le permite hacerse invisible; es quizás una de sus expresiones más perversas. Frente a los casos de abusos sexuales dentro del entorno familiar la reacción suele ser «esto no está pasando, esta criatura está loca, se lo inventa todo». Silencio. El agresor exige silencio, el entorno pide silencio, lo que no se nombra no existe. La víctima también se resiste a salir de su mutismo: esto no ha ocurrido, si lo digo no me van a creer, la culpa la he tenido yo, qué va a pasar con mi vida si hablo? De manera que son las propias víctimas quienes con su silencio, terminan, de forma involuntaria, defendiendo a los agresores.

Durante siglos no ha habido para las mujeres otra forma socialmente aceptada de soportar la mala vida que les daban los maridos que sufrir en silencio y éste ha sido siempre el mejor aliado del patriarcado. Callar ante el dolor propio estaba premiado socialmente. La mujer que sufría en silencio era compadecida y admirada.

El silencio exigido por el violador a sus víctimas. Éstas callan por mandato social y por autoimposición: el temor a no ser creída, la humillación, el miedo a la visibilización de la debilidad, la vergüenza, el estigma. Ellos sabían que podían acosar y violar porque tenían total confianza, basada en la experiencia, de que las víctimas nunca iban a hablar.

El silencio instalado durante décadas en el medio artístico donde los Weisntein, Bill Cosby y Woody Allen campaban a sus anchas gracias a la omertá impuesta por el patriarcado, merced a la impunidad que les han garantizado durante siglos sus privilegios como hombres. Por una parte ellas callaban, quién las iba a creer, quién no las iba a acusar de haber ido provocando, de ser unas busconas, de ir detrás del dinero o de la notoriedad. Por otra, quienes sabían lo que estaba pasando, no actuaban porque consideraban que todo formaba parte de un statu quo que no se podía y no se debía poner en cuestión.

El silencio ordenado por la Iglesia y por los curas violadores a sus víctimas, causándoles traumas de por vida, el trauma de la herida y el trauma provocado por el silencio.

El silencio es una carga más, una vuelta de tuerca, una violencia de larga duración del agresor hacia su víctima. Ahora te quedas encerrada en tu silencio con tu herida, ni se te ocurra hablar, nadie te creerá, muy al contrario, las sospechas caerán sobre ti. Esto es así porque el agresor forma parte de un sistema, que le protege y le ampara.

Debido a ese silencio impuesto, la víctima no tiene voz; es entonces cuando el agresor suplanta la voz de la víctima y genera un discurso interesado. Así, escuchamos al violador decir que la que más ha disfrutado ha sido la violada o a los curas pederastas afirmar que los niños y las niñas están deseando ser abusados; los puteros dicen que a las mujeres les gusta ser putas; el patriarcado nos dice que las mujeres merecen el abuso porque van provocando y/o transitan por zonas y a horas prohibidas para ellas. Así es como suplanta el agresor la voz de la víctima. Hay un ejemplo sorprendente de este fenómeno en la historia de la literatura: Nabokov escribió Lolita como la historia de un abuso, la violación continuada a una niña de doce años totalmente desamparada. Y sin embargo Lolita ha quedado como el paradigma de la niña perversa que seduce al señor mayor, incapaz de resistirse a los encantos de la nínfula. Todo ello a pesar de la evidencia de la propia historia de Nabokov en la que el violador, Humbert Humbert, dice que Lolita «era mi niña esclava» que lloraba «cada noche, cada noche», tal como titula la esclarecedora novela de Lola López Mondéjar en la que desmonta este argumentario patriarcal y le devuelve la voz a su protagonista.

Dice la académica Mary Beard: «El poder del hombre está correlacionado con su capacidad de silenciar a las mujeres. Toda la definición de la masculinidad dependía del silenciamiento activo de la mujer». Ese sistema se empieza a romper. Bajo los hashtags #metoo y #cuéntalo miles de voces se alzan diciendo lo que les ha pasado, compartiendo experiencias, generando empatía, comenzando a curar sus heridas. Hablar de la violencia es una forma de combatirla. Esto tiene una fuerza terapéutica porque el silencio aísla en la culpa, en medio de un mundo acosador y acusador. Hablar nos convierte en comunidad, rompe el pacto de silencio.

Es curioso que después de tantos años de silencio haya quien sólo se focalice en los acosadores, en qué será de sus vidas, en las denuncias falsas, en dónde vamos a ir a parar, cómo exageran las mujeres. Ha habido incluso un grupo de intelectuales francesas que han reaccionado contra la ola del #metoo a través de un manifiesto donde proponen que frente al acoso (que ellas llaman 'galanteo torpe') debemos seguir callando como hemos hecho siempre ya que los acosadores tienen derecho a seguir acosando y las que se quejan de ese 'galanteo' es porque son unas puritanas. Bien decía Simone de Beauvoir que el opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los oprimidos. Pero esto no es más que la resistencia que hace el sistema frente al cambio porque comenzar a hablar supone poner en duda ese mismo sistema, empezar a cuestionarlo, generar en él las primeras grietas. Lo que vendrá después será una avalancha. Time's up.