Hay días en que escribir se hace más difícil que otros. Días en los que escribir se te antoja un acto banal. Días en los que escribir da hasta pudor.

Hay días en que escribir duele tanto que cualquier palabra escrita resulta de más y se antoja de menos.

Hay días en los que los sentimientos, la rabia, la tristeza, la impotencia, la pena, la incomprensión, la perplejidad y las palabras batallan en tu pecho, en tu cabeza y se atropellan unas a otras y engarrotan tus dedos. Hay días en que sabes que deberías hacer mucho más y escribir se torna lo de menos.

Ni siquiera puedo hacer el ejercicio de ponerme en la situación de alguien con unas condiciones tan precarias en su lugar de origen que sea capaz de arriesgar su propia vida o la de sus hijos o la de los seres aún por nacer tratando de mejorar aquellas, sin certezas y con la muerte y el mar acechando para abrazarle.

No sé cómo explicarle a mis hijos que hay gente que cree que determinada tierra le pertenece porque el caprichoso azar ha decidido que naciese en ella. No me veo capaz de hacerles entender que la vida de un niño, un niño como ellos, o de un hombre, un hombre como su propio padre o su abuelo, o de una mujer, una mujer como yo, tiene distinto valor dependiendo del color de su piel, de su cuenta bancaria, de su profesión, de sus creencias, de su ideología o del lugar donde haya nacido. Me siento incapaz de razonarles que los mismos que rezan de rodillas y se dan golpes de pecho, los mismos que cantan lo de «no te importen las razas ni el color de la piel, ama a todos como hermanos y haz el bien», los mismos que aseguran que darían su vida por los suyos o por su patria o por su equipo de fútbol, están dispuestos a dejar morir a cualquiera que no pertenezca a ´los suyos´ en pleno mar o en el desierto o en la montaña, donde sea, pero lejos de ellos, donde no afee el paisaje.

No puedo, porque ni yo misma lo entiendo, hacer comprender a mis hijos que hay quien ve como amenazas y no como personas con necesidad de auxilio a quienes están más cerca de la muerte que de la vida. No puedo siquiera insinuarles que hay quienes los consideran un peligro, una fuente de enfermedades, un caldo de cultivo para la delincuencia y no seres indefensos que precisan ayuda. «Que nos van a quitar nuestro trabajo», esos trabajos mal pagados en los que se señala al esclavo y se ampara y se consiente al esclavizador. ¿Serán acaso los mismos que están orgullosos de que sus antepasados labrasen un futuro mejor para los suyos probando suerte en países lejanos, tal vez en Francia, en Inglaterra, en América o en Alemania? «Allí se fueron con su maletita de cartón, sin más garantía que la necesidad»,dirán. Y, sin embargo, ahora nos venden que todos iban con un contrato de trabajo bajo el brazo.

Me duele el mundo, me duelen las injusticias, me duelen las mentiras, me duele la manipulación, me duele mirar para otro lado, me duele que nos tapen los ojos, me duele el doble rasero, me duele la falta de solidaridad, el egoísmo sin freno, me duele la hipocresía y me duele un mundo que se deshumaniza a pasos agigantados.

Y entonces, miro a mis hijos y veo su incomprensión hacia lo que sucede, y su pesar y sus ganas de cambiar las cosas y entiendo que hacer un mundo mejor aún está en nuestras manos y comprendo que el mismo ser humano capaz de lo peor posee también la capacidad para lo mejor y a eso, señores, me agarro.