Habíamos terminado la última clase del curso y nos quedamos hablando de los libros que van a leer este verano. La mayoría están convencidos de que deben leer mucho: historia, filosofía, poesía y, por supuesto, novelas. Un alumno me dijo entonces que no le gustaban las novelas porque no le decían nada, no encontraba en ellas nada que aprender. Él solo leía libros de autoayuda. Aunque lo dijo sin agresividad, su afirmación parecía tan resignada que no le repliqué. Solo dije que no había mejor autoayuda que la ficción.

Limpié la pizarra, recogí mis cosas y me quedé un rato sentado en el aula vacía. Las palabras del chico me habían hecho recordar los libros que leíamos cuando éramos jóvenes y las conversaciones que teníamos sobre ellos en las tardes de invierno alrededor de una cafetera en nuestro piso de estudiantes. La insoportable levedad del ser, La vida, instrucciones de uso, El amor en los tiempos del cólera, El Gran Gatsby´... hay novelas que se quedan fijadas a una época. ¿Qué nos enseñaron? Estoy por decir que todo, pero eso sería como decir que nada. Poco podíamos reconocer todavía de lo que se contaba en ellas, pues apenas comenzábamos a vivir. En las novelas encontrábamos, quizá, nuestro destino como si pudiéramos ver nuestras huellas en un camino que todavía no habíamos recorrido. Es difícil de explicar. Era como conocernos antes de la experiencia.

Nunca olvidaré el entusiasmo con el que mi compañero de piso me hablaba, entre trago y trago de cerveza, de Ariane, la heroína de Bella del señor. He vuelto a leer estos días esa novela y me pregunto qué vimos en ella entonces. ¿Qué sabíamos nosotros de todo lo que allí sucede? ¿Qué sabíamos del amor? No sabíamos nada, pero lo habíamos vivido como nunca más se vuelve a vivir; y quizá eso es lo que la novela nos enseñaba. Pero nadie lo descubre en su momento, creemos que el tiempo siempre irá hacia delante.

Leo ahora este párrafo, por ejemplo: «Durante aquellas noches, dice el que fue joven, íbamos a su jardín, importantes de amor, y ella me miraba, e íbamos, geniales de juventud, lentamente íbamos a la eminente música de nuestro amor. ¿Por qué, Dios mío, no más jardín fragante, no más ruiseñor, no más su brazo en mi brazo apoyado, no más su mirada hacia mí y hacia el cielo?».