Tengo como conocido a un hombre grave de carácter cuyo nombre ignoraré, señor aprensivo y temeroso ante la idea de la muerte. Es proclive el amigo a sacar a relucir a la Parca en los momentos álgidos de tertulia e interroga a sus contertulios acerca de cómo nos gustaría despedirnos de este mundo en el caso de que se pudiera elegir. Los más, proclaman su deseo de pasar del sueño a la muerte, evitando así sufrimientos y dolores. No duda el amigo citado (siempre me recuerda a aquella película basada en un relato de Edgar Alan Poe, La Obsesión, donde el personaje encarnado por Ray Milland vive en una eterna angustia por miedo a ser enterrado vivo) en narrar distintas formas de morir, haciendo hincapié en las muertes heroicas y con cierto reconocimiento público. Insiste en una forma de despedida de este mundo muy particular: morir peleando, a brazo partido con un oso en la inmensa espesura de un bosque canadiense, lo que desdice su ilusión por un deceso socialmente reconocido, poniendo de manifiesto una fantasía arrolladora tal vez adquirida en los tebeos de su infancia.

El atender a nuestro cotidiano sustento es una fatalidad inevitable, pues debemos procurar hacerlo convirtiendo en un arte dicha obligación, ya que allá en el ocaso de nuestra vida sólo nos queda el recurso de ayunar con píldoras e inyecciones. Por eso precisamente son los galenos los enemigos de la buena mesa por su enojoso conocimiento de las toxinas. Dicho lo dicho, mezclado el grave carácter del amigo aprensivo, su desaforado interés por encontrarse con un oso, lo inevitable de la muerte e igualmente lo inevitable del yantar, nos lleva de forma directa a un lugar singular de las muy variadas rutas gastronómicas murcianas, en la calle Alejandro Séiquer, frente a lo que fuera la popular Escuela de Aeromodelismo. Allí, un local discreto, íntimo y agradable, La Cueva del Oso, donde dar de lado obsesiones, lápidas y recomendaciones médicas, gracias a su oferta de suculentas tapas y ricos caldos de la Región, de la Rioja o la Ribera del Duero. Una evolución de las tapas servidas en las tascas que hicieron felices a los universitarios de otras épocas: deliciosa salchicha seca con almendras del Noroeste; tablas con los más exquisitos patés y quesos. Un lugar donde triunfan el foie y los michirones en todo su esplendor, sin olvidar las delicias que ofrece su variadísima plancha durante los 365 días del año.

Un mesón con nombre inquietante que fue fundado por los hermanos Javier y Fernando Martínez Torreblanca allá por los finales de los noventa, fecha lejana para unos fogones curtidos por el tiempo. Barra con parroquia fiel y exquisita, dignificada, cuando es atendida personalmente por los propietarios de tan sibarítico lugar, ofreciendo sus excelentes productos que cocinan con mimo, pues no solo hay que saber cocinar con las manos sino también con la cabeza.

En la mesa se citan las testas más firmes, los corazones heroicos y los hombres más independientes. La Cueva del Oso es un lugar de unión, de alegría, donde se desconfía de quien tiene vacío el estómago, ya que el que ayuna, divaga, y si no hay nada en el estómago, menos habrá en el cerebro.