5 de MAYO

El Más Allá. Los años setenta del siglo XX vivieron el apogeo de todo cuanto tuviera que ver con la parapsicología, el ocultismo y la ufología. Quizá el fenómeno estuviese relacionado con la caída en picado (a escala global) de la fe religiosa. Yo compraba puntualmente la revista Mundo desconocido, devoraba los libros de Erich von Däniken y, en las noches de verano cordobesas, pasaba horas con mi primo José Luis Moreno escudriñando el firmamento en busca de ovnis. Llegamos a visionar cinco veces Encuentros en la tercera fase, película de Spielberg que narraba un encuentro entre humanos y alienígenas, e incluso podíamos recitar sus diálogos de memoria. De hecho, aún los recuerdo. Hace unos años coincidí con el escritor de misterio Javier Sierra y logramos reconstruir, palabra por palabra, la escena inicial de la torre de control aéreo: «Air East 31, ¿desea informar de presencia ovni?».

Por todo ello, no me sorprende que las quinientas personas que han acudido hoy a este congreso sobre el Más Allá en el Teatro Circo de Murcia tengan una edad media entre 55 y 60 años: son hijos nostálgicos de aquella misma época. En mi caso he acudido más por interés antropológico que paranormal, avalado como periodista de LA OPINIÓN por una credencial que me ha facilitado Joaquín Medina, y donde alguien ha rotulado ´Manuel Mollano´ (tener que aclarar que mi apellido se escribe con i griega es algo que me perseguirá toda la vida). En el patio de butacas encuentro a una amiga, F., de la que no conocía su afición a estas materias. Empieza a hablarme de sus viajes astrales y me asegura que, mientras los realiza, oye perfectamente lo que ocurre alrededor; también me cuenta que una vez se vio en serios apuros para regresar a su envoltura material.

La primera ponencia, sobre psicofonías, la imparte Pedro Amorós, parapsicólogo que exuda un entusiasmo adolescente por lo que hace y que llega a decir de su propio libro sobre el tema (a la venta en el vestíbulo): «Me encanta. Si no lo hubiera escrito yo, me lo compraría». Friedrich Jürgenson fue quien grabó por primera vez una psicofonía cuando, tratando de registrar el canto de un pinzón, recogió la voz de un hombre inexistente hablando en noruego. Amorós tiene archivadas en su ordenador más de 30.000 psicofonías, de las que nos pone varias por los altavoces. Algunas se entienden perfectamente, como una recogida en Monóvar («¡oh, mi suegro Jose!»); otras parecen traídas por los pelos (en el Santo Sepulcro, una voz susurra «Konstantin»).

El segundo conferenciante es Josep Guijarro, quien bajo su desparpajo parece esconder cierto escepticismo. Habla de un tema siempre interesante, el de las coincidencias extraordinarias (hace poco experimenté una, que recogí en este diario). Baste citar este ejemplo: en el estrecho de Menai, Gales, hubo tres naufragios en 1664, 1785 y 1820, y, en los tres casos, el único superviviente se llamaba Hugh Williams. Guijarro emplea términos como sincronicidad, serendipia o serialidad. Todo ello me recuerda a los surrealistas y, cómo no, a Paul Auster. Tratando de hallar una explicación racional al fenómeno (si que es que existe como tal), el ponente especula con conceptos a los que ya ha recurrido Amorós: mecánica cuántica, continuo espacio-tiempo, multiverso, universos paralelos€

Se cierra la sesión recordando al presentador José María Íñigo (fallecido hoy) por su célebre entrevista al presunto telequinético Uri Geller. El Teatro Circo se halla en pleno centro de Murcia, y al salir a la calle me pregunto si algún conocido podría verme y tomarme por un fanático de lo paranormal. Me incorporo a una ruta por la cara mágica de la ciudad que, en su mayor parte, conozco ya por Paco López Mengual: los corceles negros que exorcizó San Vicente Ferrer en la calle Trapería, la maldición del Teatro Romea, el hombre al que le brotó una cornamenta...

Llegamos a la catedral, entre cuyas reliquias se custodian (creo haberlo oído bien) gotas de leche de la Virgen, un pelo de la barba de Cristo e incluso una pluma de arcángel.9 de MAYO

Música. Los sábados, Pilar Valero traía alhelíes del mercado de Molina de Segura: ésa es una de las imágenes que recupera Virginia Martínez cuando narra (en este auditorio que lleva su nombre) las clases de piano con quien fuera su maestra de música, pero también ´maestra de vida´. La historia de Virginia es la de una vocación inusual: ser directora de orquesta. En su vida hubo un instante-bisagra en el que se abrieron ante ella dos universos alternativos: sus padres la habían instado a matricularse en Medicina, pero cuando llegó a la facultad (el último día de plazo) no se bajó del 21 y siguió hasta el Conservatorio para inscribirse en él. La bronca consiguiente fue monumental, pero, en el universo que instauró a partir de esa decisión, Virginia ha logrado convertirse en uno de los directores de orquesta más reputados del país.

No menos pasional es la relación con la música de Pilar Valero, ´la hija del cartero´, quien nos explica que un director de orquesta debe unificar las consciencias de ochenta personas (algo así como la reina madre de Aliens), y elogia a Virginia porque sabe conseguirlo sin mostrar arrogancia ni ira. Ambas mujeres se estrechan en un abrazo. Luego, Pilar habla del libro que acaba de publicar, donde resucita un mundo olvidado de músicos anónimos y horriblemente mal pagados que (en los felices años veinte) actuaban en el cine mudo o en los cafetines de Murcia, pero también en lugares insólitos como barberías, sombrererías y despachos de abogados.

Por último, Pedro Valero toca al piano piezas de Julián Santos y de Albéniz; pero es durante su magistral interpretación de Chopin (hace falta invertir los cinco sentidos para llevar a cabo una ejecución así) cuando adquiero conciencia del privilegio que tuve hace un año al poder beneficiarme de su talento. Juntos ofrecimos un recital en este mismo escenario: yo leía microrrelatos de mi libro Teatro de ceniza y él tocaba las piezas que había seleccionado para cada uno: Wagner, Beethoven, Piazzolla, Debussy, Bach€ Dicen que el resultado no fue desdeñable; mi hija lo grabó casi todo, pero nunca he querido verlo.