La reciente recuperación de unas páginas desconocidas del diario de Ana Frank ha supuesto un acontecimiento mundial reflejado por la prensa internacional. El hecho de que se trate de unas pocas líneas dedicadas a cuestiones sobre sexualidad, algo perfectamente encuadrable en el marco privado de un diario íntimo, no ha impedido a sus descubridores lanzar una advertencia: nada en esas nuevas páginas resulta inconveniente ni inadecuado. Prevención que, por desgracia, no es gratuita, porque aún está fresco el recuerdo de la profanación, por ciertos hinchas en los momentos previos a un acontecimiento deportivo, del buen nombre de una muchacha inocente asesinada. De Ana Frank conservamos no sólo su diario, sino fotografías y hasta algunas escenas filmadas. Pero las fuerzas de la intolerancia y del rencor que con gusto hubieran destruido incluso esas pequeñas reliquias, si bien fracasaron en esta ocasión, consiguieron su propósito otras muchas veces convirtiendo literalmente los cuerpos de sus víctimas en cenizas, borrando los nombres de la historia, robando el derecho elemental a una simple sepultura con un modesto epitafio sobre ella y recibir allí el último gesto de amor.

Al conocer la noticia de la recuperación de las páginas perdidas del diario de Ana Frank, acude de inmediato el recuerdo de la dramática historia de otra niña judía de apenas quince años, Rywka Lipszyc, de la que no ha sobrevivido fotografía alguna y de la que no se conoce ni la fecha exacta ni el lugar de su muerte. Dejó un conmovedor diario de su dolorosa existencia de huérfana en el gueto polaco de Lodz hasta su interrupción en el momento en que fue traslada a Auschwitz, y de allí transferida a Bergen-Belsen (donde murió Ana Frank). A partir de ahí las informaciones son contradictorias e inciertas. De haber triunfado la voluntad de sus verdugos y torturadores habríamos perdido para siempre el testimonio de su martirio. Rywka Lipszyc sencillamente desapareció como si jamás hubiera existido. Sin embargo, una mano anónima ocultó su diario en el campo de concentración.

Lo cierto es que en Auschwitz los prisioneros encargados del penoso deber de registrar y desnudar a los que estaban destinados a morir ocultaron lo mejor que pudieron manuscritos y diarios con la intención probable de salvarlos y puede para que fueran descubiertos en un momento más favorable. Así se salvaron algunos testimonios, y quizá por ello la doctora del Ejército Rojo Zinaida Berezovskaya encontró el diario de Rywka. Lo conservó sin comunicarlo a nadie de manera pública, solo después de su muerte una hija recuperó el manuscrito y decidió hacerlo llegar a quien pudiera editarlo y traducirlo en fecha tan tardía como el año 2014. El resultado sacó a la luz uno de los testimonios más conmovedores de la shoah y, por supuesto, una obra inmortal sobre el sentido del dolor y del sufrimiento. No es solo el testimonio del horror más absoluto visto por unos ojos inocentes e infantiles (lo cual ya es mucho), podemos decir que entre sus líneas oímos los lamentos de Job y la inmortal esperanza que el alma doliente puede escuchar en los salmos; el lamento del justo ante la muerte y el dolor; y por encima de todo, la esperanza y el consuelo en Dios. Entre las líneas del diario surgen el hambre, el miedo incesante a la deportación, la amenaza constante de las enfermedades y los estragos causados por las epidemias de gripe; la nostalgia por la familia perdida, por la madre; el cariñoso recuerdo del padre y el llanto inconsolable por el hermano muerto, de menor edad incluso que ella.

En medio de este infierno en la tierra que nadie (menos aún un ser infantil) debería sufrir jamás, hay momentos de paz y de auténtica beatitud. La joven huérfana se consuela con la amistad, con el amor puro que siente por sus semejantes, con la belleza en la naturaleza y el goce en la contemplación de las simples flores. Sobre todo, una mente inteligente y extraordinariamente sensible como ella, se refugiaba en la literatura y en clásicos polacos como Henryk Sienkiewicz y Adam Mickiewicz, cuyos textos se encuentran entre los maltrechos libros que los habitantes del gueto se prestaban entre sí. Ella se consuela asimismo con la Torah y los salmos como si hubiesen sido expresamente escritos para ella. Su confianza le impide suicidarse, aunque la idea le ronda. Por encima de todo está el poderoso efecto benéfico, puramente terapéutico, de la escritura. Con verdadero amor habla de su diario, de su querido diario, de la alegría sencilla de escribir, aunque falte la salud, el tiempo y hasta la tinta.

Los verdugos de Rywka han tenido, por desgracia, una feraz descendencia. Sin grandes esfuerzos podremos reconocerlos aseados y bien vestidos entre nosotros. Con total descaro se han aliado con el espíritu de la negación, a quien sirven, aminorando o negando los crímenes del nacionalsocialismo, como ya denunció el gran helenista Pierre Vidal-Naquet en su libro Los asesinos de la memoria (1981), dedicado a la memoria 'eternamente joven' de su madre asesinada en Auschwitz. Los tiempos vertiginosos de las noticias falsas y las redes sociales, que permiten la distribución masiva de lemas y consignas, hacen posible hoy más que nunca que una mentira repetida mil veces se convierta en verdad. No se trata solo de la negación de la memoria a través del exterminio, sino de algo mucho peor: la contaminación de la verdad con indeseables y perversas falsas verdades, como ha denunciado Manfred Osten en La memoria robada (2004). Remedio contra esta funesta epidemia de olvido y de perversión del lenguaje que también sufrimos hoy son unas simples páginas escritas por una niña muerta y que un desconocido puso a salvo sencillamente porque ni la perspectiva de una muerte segura y horrible consigue arrebatar al alma buena la esperanza en la redención de la humanidad.