Me cuenta una amiga de Barcelona que ve con pesimismo el giro que ha dado la política. «Deseo de todo corazón que lo que ha pasado sea bueno para todos, pero desear no es confiar y creo que el precio de los votos positivos de los nacionalistas los primeros que lo vamos a pagar somos nosotros, los no nacionalistas que ´ocupamos´ esta tierra, donde parece que cada vez cabe menos gente». Y me pregunta qué siente la gente aquí en Murcia. ¿Ya lo hemos asimilado? Le contesto que, como en toda España, aquí estamos perplejos, como si estuviéramos despertando de una pesadilla.

En los dos días que conmovieron a España, el impacto fue tan fuerte que solo hubo tiempo para las emociones. Eso explicaría el comportamiento de todos los líderes políticos ante la moción de censura, sin excepción, y quien mejor reflejó ese aturdimiento general fue el presidente, fugitivo de una realidad a la que no supo hacer frente. Parecía angustiado, desesperado, despojado del temple, su mejor atributo. Y el poder premia a quien tiene una idea fija, una estrategia, un objetivo claro, y el coraje necesario para imponer la voluntad sobre las emociones. Ese era el duelo.

Si nos fijamos, el único que no mostró sus sentimientos fue el vencedor. Ni un leve temblor en los labios, duda en la voz o sombra en la mirada. Todos los demás daban rienda suelta a sus emociones sin control, como buenos comparsas o espectadores que eran. Y lo mismo el público. Le digo a mi amiga que en realidad no hemos reflexionado todavía sobre nada. Estamos ahí todos, no pensando, solo sintiendo: enfado, ira, tristeza, asco y el éxtasis de la venganza. Y el odio.

Hay un odio en aumento que explica todo lo que está pasando. Incluso la alegría que se aprecia en algunos sitios parece surgir del resentimiento. Si es verdad que el juicio moral proviene de la empatía, ¿por qué no somos capaces de mirar con admiración al vencedor y con piedad al derrotado? En los años 80 el impulso político parecía nacer de la ilusión. Estando más cerca de la dictadura, o quizá porque las heridas estaban todavía abiertas, el odio era un sentimiento del que las personas se avergonzaban, podían sentirlo, pero sabían que el futuro debía nacer de otro lugar. Ahora a falta de emociones que no se hayan podrido por la decepción el odio vuelve a apoderarse de la política.