Me crió prácticamente en la tienda, con la ayuda de la señora Carmen, quien regentaba la mercería contigua a nuestro comercio. La señora Carmen era una señora mayor desde que yo recuerdo. Fue ella quien me enseñó a leer y a escribir en su mercería, rodeada de botones, hilos y madejas. Me enseñó a leer con periódicos. Los periódicos no faltaban cada día en su modesta mercería. Así que a ella le debo sin duda el amor por mi profesión, desde pequeña soñaba con firmar alguna de esas páginas. «Esta gente pone el mundo sobre el papel» aseguraba doña Carmen y yo no podía sino admirar a aquellos héroes capaces de meter en tan poco espacio un universo tan grande.

Mi padre me llamaba princesa y me contaba que, ciertamente, yo era una princesa, que me había caído de una carroza a su paso por la puerta del local y que la reina estaba aquejada de amnesia y, por este motivo, nunca volvió a buscarme y reconoció asimismo que él fue incapaz de devolverme, de devolver semejante joya.

Mi padre solía decirme que ninguna mujer lo había amado jamás hasta que llegué yo, pero en eso también mentía. Todo el pueblo lo quería, hombres y mujeres, ancianos y niños y por supuesto, doña Carmen. El bueno de Pedro, el que siempre fiaba, el que firmaba acuerdos con un apretón de manos y el que ayudaba a todo el que se lo pedía.

Yo estaba muy orgullosa de él y nunca eché de menos la vida que podría haber llevado si nunca me hubiese caído de aquella carroza de princesa. Más orgullosa me sentí y más segura de no desear ninguna otra vida cuando doña Carmen, siendo yo ya una adolescente con gafas de pasta, me confesó que no existía carroza alguna y que mi padre me encontró en un pequeño canasto abandonado en la puerta de la tienda y que todos los indicios apuntaban a que yo, en realidad, era hija de una puta barata y alcoholizada que solía pedir limosna en los comercios de nuestra calle y que se esfumó como se esfuma el frío en verano. No dejó nota ni nada porque probablemente no sabría ni hacerlo. «¿Ves qué importante es saber leer y escribir?», enfatizaba doña Carmen, «tu madre podría haber dejado una nota diciendo tu nombre, el suyo, el de tu verdadero padre si acaso lo sabía y dónde podríamos ir a buscarla si algún día deseabas conocerla».

Que yo le había salvado la vida decía, sin embargo, mi padre.

Aún recuerdo su mirada orgullosa cuando sobre un taburete me ponía al mando de la vieja caja registradora, cobrando a los clientes con apenas cinco o seis años o pesando la mercancía con aquella balanza antigua y el tino que tenía para escoger las doradas pesas, mi gracia para atender a la clientela obsequiándolos con una mandarina de más, unos gramos de harina más o una piruleta para los más pequeños.

Me recuerdo haciendo los deberes en el frío mármol del mostrador o en el mostrador de doña Carmen. Era fascinante el mundo de botones, dedales, corchetes, puntillas, que quedaba atrapado bajo el cristal que lo cubría.

Mi padre sentía pasión por mí, de eso no cabía duda. «Quiero que estudies», me decía siempre. «Tienes que llegar muy lejos, recuerda que eres una princesa».

Así que no opuso ninguna resistencia cuando le comuniqué que quería estudiar periodismo y que tendría que hacerlo a casi cuatrocientos kilómetros de nuestro hogar. Se deslomaba para poder pagar mis estudios y la habitación que tenía alquilada en la capital. Usaba el teléfono de doña Carmen para hablar conmigo mientras estuve estudiando y una vez que logré mi trabajo también. Nunca quiso poner teléfono en la tienda, no sé muy bien por qué. Por eso no me extrañó ver el número de doña Carmen en mi móvil aquella mañana. La voz delgada y rota de la mercera sonó al otro lado:

—Querida princesa —sollozó doña Carmen y no pudo continuar. Y supe que había sucedido lo peor que podría pasar.

—Carmen, estoy ahí en cuatro horas. Tranquila, tranquila.

Cuando llegué los vecinos aún se arremolinaban en la puerta de la tienda. Sin embargo, la pequeña tienda parecía impasible, como si no supiese que todo mi mundo se había venido abajo, como si desconociese que su propia existencia pendía de un hilo.

El escaparate abarrotado, perfectamente colocado, con sus productos variados, coloridos, permanecía alegre y anacrónico. Había sobrevivido a cuarenta años y yo, en esas cuatro horas de coche, en las que las lágrimas apenas me permitían ver la carretera, había decidido que aquella tienda no moriría con él, se lo debía. Hablaría con Madrid y trataría de hacer el trabajo a distancia, seguro que podrían reubicarme, algo se les ocurriría. Y si no, lo primero es lo primero, que diría mi padre.

Apoyo las manos y la cara en un gesto infantil sobre el escaparate, con la mirada perdida entre latas, botes y demás objetos detenidos en el tiempo, tan dispares. Imagino que deben ver mi cara ridícula y triste desde el otro lado, con mi nariz de cerdito por obra y gracia del vidrio. Doña Carmen sale a recibirme. Nos abrazamos apretadas. Doña Carmen huele a botones, a hilos, a periódicos, a obsoletas revistas de punto de cruz, huele a infancia.

—Princesa, lo he encontrado detrás del mostrador, con su delantal impecable, con sus zapatitos tan limpios como siempre y tan solo, tan solito en su adorada tienda.

—Tranquila, Carmen, tranquila —la calmo, mientras ese universo infinito, que cabe en unas pocas páginas de periódico, cae implacable sobre mis hombros de princesa.