El guion es el mismo casi siempre. Primero se niegan los cargos rotundamente, asegurando que nada de lo que se plantea tiene que ver con ilegalidad alguna. No pocas veces se alude a una conspiración malévola que quiere hundir el prestigio del imputado y, por supuesto, se apela, frente a las insidias de la gente y la prensa, a la presunción de inocencia. La realidad acumulada, sin embargo, dice muy otra cosa: en la inmensa mayoría de los casos los señalados por corrupción mienten y mienten, cediendo bien poco aunque el cerco de las pruebas se estreche; y también casi siempre se les nota. Cuando, al inicio del caso Cifuentes los tres dirigentes académicos de la Universidad Juan Carlos I dieron su rueda de prensa asegurando que todo se había hecho en el más estricto rigor académico y tratando a la famosa alumna como si del más humilde estudiante se tratara, mentían los tres y se notaba claramente, sin que un observador atento hubiera necesitado cursar previamente un máster en Psicología académica. También creo que cuando Griñán y Chaves dicen no haberse enterado de la existencia de irregularidad alguna en la administración de los ingentes fondos de los celebérrimos ERE, mienten y se les nota; en cuanto a su responsabilidad política no sé muy bien qué es más irritante: si saberlo y callarse durante años o no interesarse por un asunto en el que se manejaban caudales tan voluminosos.

Después de mentir, generalmente de forma recalcitrante, viene la segunda fase, que es acusar del delito imputado a los de arriba, a los de abajo o a los de al lado, negando toda responsabilidad propia y jurando (o prometiendo) no saber nada de nada. Es la fase de la cobardía rotunda: negarse a asumir responsabilidades evidentes, contraídas ante su profesión, la Administración, el cargo al que se deben o los españoles que les pagan para que se porten. La tercera fase es consecuente, pero no menos explícita, y es la deslealtad y la traición hacia aquellos a los que se acusa para eludir culpas propias, habiendo generalmente colaborado con ellos en tareas muchas veces indistinguibles e inseparables, aun siendo jerarquizadas.

Especialmente admirable es la cadencia reglada con que muchos se quitan el muerto de encima: el jefe político señala a los subordinados en la responsabilidad, y éstos a los técnicos, subespecie que (bien que han adquirido un papel destacado en la corrupción reinante) son los mandados por antonomasia. Traer aquí a cuento la institución tecnocrática, es decir, el gobierno indirecto o al menos la influencia determinante de los técnicos en las decisiones políticas, no debe empañar la estulticia del político, cuya irresponsabilidad penal o judicial en general, quisiera fundar en la existencia de escalones inferiores al poder político, pero de equivalencia decisoria a través del 'conocimiento experto', en definitiva. Todo empeora cuando la mentalidad tecno-ingenieril se alza con la dirección política.

Pensando en nuestra tierra aludiré al caso Topillo y a algunos de los encausados por la descomunal responsabilidad de envilecer al Mar Menor: concretamente a los expresidentes de la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS) José Fuentes Zorita y Rosario Quesada, así como al excomisario de Aguas de la misma CHS, Manuel Aldeguer. Los dos primeros niegan la más mínima responsabilidad en los daños producidos, vía cauces públicos, al Mar Menor, destacando la señora Quesada por hacerse la tonta y señalar al señor Aldeguer y a la consejería de Agricultura como verdaderos culpables; y Fuentes Zorita, cuya arrogancia no le permite hacerse el tonto, por cifrar su 'sálvese quien pueda' en la consejería de Agricultura y en Aldeguer, por este orden. A su vez, Aldeguer no va a ser menos en este espectáculo bufo e indigno, y opta por hacerse el listo, negando que la contaminación del Mar Menor se deba a los vertidos (salmueras, nitratos) procedentes de los cultivos y los regadíos sobre los que unos y otros (los tres personajes citados) tenían la responsabilidad de controlar a través del factor esencial e inocultable sobre el que el Estado les atribuye competencia determinante, si no exclusiva: el agua en sus fuentes, uso, calidad y destino.

Opino que esta ristra escandalosa de responsables de la CHS (y la consejería de Agricultura) que han de rendir cuentas ahora por sus crímenes contra el agua y su trascendencia (terrestre o marina, biológica o edafológica, ética o económica) nos la habríamos ahorrado, al menos en parte, nosotros y los tribunales, de haber estado apartados los ingenieros de la gestión política del agua. Al estar sometido el mundo del agua a los técnicos, que ha sido simultáneo con el empecinamiento regional en la expansión ilimitada de la peor agricultura concebible, no ha cabido enderezamiento alguno en sus conductas antiecológicas por vía administrativa, lo que habría evitado la (lamentable, aunque necesaria y apremiante) judicialización del asunto, con el castigo penal sobrevolando sus cabezas.

No es aceptable que asuntos de tanta trascendencia para el medio ambiente (es decir, la conservación de la vida y la supervivencia de las sociedades) caigan en manos de ingenieros ambientalmente ignorantes, como es el caso de los de Caminos y los Agrónomos, en cuya formación académica apenas despuntan materias que pudieran alfabetizarlos e imprimirles la sensibilización ecológica necesaria. Así, los primeros creen que saben gestionar algo tan complejo como es el agua por haber aprendido de tubos y asfaltos; y los segundos suponen lo mismo porque saben de roturar tierras o aplicar fertilizantes. Buena parte de la tragedia que vive nuestro país, por la meticulosa destrucción de su capacidad biológica, hay que relacionarlo con el disparate de entregar el poder decisorio de las Confederaciones Hidrográficas a los ingenieros de Caminos, y las consejerías de Agricultura a los Agrónomos: su papel en tan decisivas instituciones debiera limitarse a la definición concreta (técnica) de proyectos, pero nunca a mandar o decidir sobre políticas del agua, sea su uso, su conservación o su distribución.