Cincuenta veces ha vuelto la Tierra a su punto de origen trazando su órbita alrededor del Sol desde que se estrenó una película titulada 2001. Una odisea del espacio (1968). El encuentro entre el director Stanley Kubrick y el novelista Arthur C. Clarke dio como resultado una compleja y bella obra de arte. La profundidad de un mensaje intelectualizado encuentra la mayor y más depurada forma de expresión a través de un brillante lenguaje visual unido a una música inmortal cuyos sones, ritmos y cadencias parecen compuestas con el único fin de llegar a ilustrar algún día la gran epopeya del encuentro entre la humanidad y la inteligencia rectora de todo el universo.

Si atendemos a las experiencias del viaje espacial de Bowman, que termina con la disolución de su identidad, podríamos concretar influencias del universo hippie y del mundo de las drogas, como muchos críticos han puesto de manifiesto. En este aspecto formal la película reflejaba la estética de su procedencia más inmediata, sin que por ello se menoscabe su validez atemporal ni el puesto que le corresponde por derecho propio en la historia del pensamiento. En vano buscaremos un héroe individual donde la humanidad es el verdadero protagonista colectivo, ya sea en su forma paleohomínida o como sapiens sapiens. El astronauta Bowman resulta un ser plano y la superinteligencia artificial HAL 9000, que a través de su ojo rojo plasma la gélida mirada racional, es una mente aséptica, fría y desprovista de emociones, lo que no le impide caer en contradicciones homicidas. La confrontación de Bowman y HAL permite trazar claramente los límites de la razón (tanto la humana como la artificial) y hacer evidente su fracaso, algo anticipado ya por Friedrich Nietzsche, sugerido en la película desde que el poema sinfónico de Richard Strauss Así habló Zaratustra irrumpe en «el alba de la humanidad» introduciendo tanto la idea del eterno retorno como el advenimiento del superhombre. A la crítica no le ha pasado desapercibido que paralelamente comparezcan de un lado la nostalgia callada y persistente por el pasado en tiempo lento, y de otro el anhelo veloz, ágil y dinámico por el futuro. La técnica y lo artificial aparecen como algo atrayente y estéticamente bello, así lo muestra en una memorable elipsis la transición lograda con el vals de Johann Strauss El Bello Danubio Azul para salvar el inmenso lapso temporal que va desde la industria osteodontoquerática a la industria espacial, y con el lento vuelo de un hueso alargado convertido en arma (primer paso de la mente racional) fusionado con la imagen flotante de naves espaciales. Entre ellas destaca una estación espacial que se asemeja a una doble rueda, bella metáfora de la invención más importante realizada jamás por la humanidad sin la que hubiera sido imposible el progreso técnico. Dicha concepción estética comporta que la obra técnica sea un elemento imprescindible para alcanzar la condición humana. Sin tecnificación no hay hominización.

Podríamos pensar que el saber técnico emerge del interior de la mente racional y que la hominización es un fenómeno de dentro hacia fuera; nada más lejos de la verdad en Kubrick para quien la mente humana queda enriquecida y potenciada solo por la acción exterior de una inteligencia superior representada por el célebre monolito, objeto enigmático en el que se condensa todo misterio, toda comprensión y toda esencia de vida en el universo; también imagen arquetípica de la puerta estelar a través de la que se accede a espacios ignotos. Los monolitos prehistóricos no serían sino la persistencia en el recuerdo de aquel primer monolito que marcó la mente colectiva y todavía juvenil de la humanidad. El espíritu humano al contacto con el monolito (cuya atracción mueve tanto al primate como moverá después al astronauta) será capaz de dominar el hostil ambiente prehistórico, lanzando nuestra especie hacia hasta cotas extraordinarias de acción y poder. Ahora bien, confrontada ante la nueva hostilidad que representa el vacío del espacio profundo (envuelto por la música irreal de Györgi Ligeti) la razón humana fracasa estrepitosamente. La crisis de la razón y el vacío del sentido se hacen palpables en los prolongados silencios de la tripulación del Discovery. Por eso tiene lugar necesariamente un nuevo encuentro con la inteligencia superior. La humanidad toca de nuevo el monolito y sufre una transformación de la consciencia, convirtiéndose Bowman en la mente viva del universo (un «hijo de las estrellas», le llamará Clarke), para él ya no existen límites de espacio ni de tiempo y puede ver simultáneamente pasado, presente y futuro. El conocimiento humano, su progresión, no es en modo alguno independiente, pues toda opción de superación depende exclusivamente del monolito, no de nosotros mismos. Todo viene determinado por él, pensemos entonces qué pobre papel les restaría a los seres humanos por jugar si quedaran abandonados a sus solas fuerzas.

Cabe decir, como han sabido ver muchos analistas de esta obra, que la humanidad en la visión de Kubrick es sólo impotencia y caída en la materia sin el concurso de una voluntad exterior. Su mensaje pone en tela de juicio la autonomía de la razón. En realidad, no es algo que pueda sorprender viniendo del creador de esa distopía que fue La Naranja Mecánica (1971) donde la humanidad se degrada hasta rebasar los límites de la bestialidad más grotesca mediante la represión social, las violaciones grupales y la regresión hacia una simiesca brutalidad gratuita, algo que tampoco nos puede sorprender a nosotros, habitantes de un mundo más cercano al oscuro horizonte de la novela de Anthony Burgess que a la alegórica y luminosa de Arthur C. Clarke.