El pasado 27 de febrero, aquí, en nuestras costas murcianas de Cabo de Palos, uno de los grandes cetáceos que se debaten entre la desaparición o la supervivencia, el cachalote, para los entendidos physeter macrocephalus, vino a morir bajo el faro. Se ve que prefieren la calidez de nuestras aguas y la luz de nuestros cielos para despedirse de la vida. De una vida animal que la existencia del hombre ha convertido en una mala vida para ellos. Seis toneladas de peso y diez metros de longitud de carne viva varadas por la agonía. Una auténtica brutalidad, por no llamarlo asesinato, puesto que solo el ser humano es el único responsable de ello.

Cuando esto ocurre, y ocurre mucho, demasiado, siempre se dan las mismas explicaciones en todos los casos: desorientación. El especimen quedó varado en la costa al desorientarse, y murió por asfixia y los efectos del calor, al quedar expuesto a los rayos del sol, que resecó su piel deshidratada, etc. Invariablemente. Se ve que es la etiqueta-tipo para despachar el suceso en una esquina de los medios de comunicación. Un suceso, por cierto, que se va repitiendo cada vez más, en las costas del mundo entero, si bien en las del Mediterráneo, en nuestro Mare Nostrum de las cien culturas, ya es preocupante. Es esa una explicación manida que también sirve para tapar la conciencia social y/o personal durante el tiempo que dura el caso en nuestra memoria superficial. Hasta la próxima, en la que se diga más de lo mismo. Y suma y sigue.

Lo que no suele publicarse es la información a posteriori. Una vez que se le hace la autopsia (si se le hace) a esos grandes peces que llamamos injustamente suicidas, nos encontramos con una realidad que nos interpela directa y personalmente a todos los ciudadanos del mundo desarrollado (materialmente desarrollado, claro, que no moralmente). En el caso de nuestro amigo el de Cabo de Palos los forenses extrajeron de sus intestinos una bola de treinta kilos de basura plástica, cubos, sacos de rafia, bolsas de prolipopileno, un bidón, algún zapato, y un montón de deshechos que le provocaron una peritonitis aguda. La causa real de su muerte, entre atroces sufrimientos. Esa es la auténtica razón que debería avergonzarnos hasta volver nuestras conciencias del revés, si es que nos la encontramos; la conciencia, digo. La agonía de esos magníficos animales es inmensa, cuando no mueren vilmente envenenados por los productos químicos, que también, aparte de la basura, vertemos al mar con total y absoluta impunidad.

Yo creo que estos fantásticos peces se resisten a morir en el mar, su medio natural, y vienen a hacerlo ante nuestros ojos, por una sola y única razón. Para gritarnos en nuestras narices la culpabilidad de ese crimen. El fondo marino tapa ya demasiada irresponsabilidad por nuestra parte, y es hora de salir a tierra para mostrarnos las consecuencias de nuestros actos. De nuestros malos actos. Por eso no quieren morir en su cuna, en su mundo, y saltan al nuestro, a escupirnos con su último y silencioso aliento que están muriendo por culpa de nuestra necedad. Ahítos de la basura con que estamos envenenando su hábitat, de la porquería indegradable que vertemos en los mares de todo el mundo, en todas nuestras playas a las que acudimos miserable e irresponsablemente a llenarlas de basura.. Pero nos están diciendo mucho más que eso además. Salen a gritarnos que ellos forman parte de nuestra propia cadena alimenticia, y que nosotros igual nos estamos envenenando y muriendo con ellos. Igual que ellos. Tan burros somos.

Hay una cuestión que pasamos por alto. Del mar nació toda la vida existente en este planeta, y del mar puede venir la muerte a todo lo que en este planeta existe. Incluido nosotros. Lo hemos convertido en un estercolero pútrido que no hace más que vomitar su exceso de residuos plásticos. Ya existen verdaderos continentes flotantes que son basureros puros y duros. El más extenso de todos ellos (y se forman continuamente) se encuentra en el Pacífico Norte, y se extiende entre Hawai y California. Está formado por unas 100.000 toneladas de desperdicios plásticos, redes, cacharrería mecánica y electrónica, juguetes, ropas, y hasta mobiliario? y un enorme pavimento de caucho y microplásticos que genera una sopa envenenadora que llega a todas partes por las corrientes marinas. En el Atlántico Norte y en el Pacífico Sur se están generando dos nuevas macroislas de esta monstruosidad. Nuestro propio Mediterráneo, el Mar entre Tierras de Estrabón, cada día se parece menos a un mar y más a un basurero.

Nuestras tripas, como las de esos grandes cetáceos que se varan en nuestras playas, se están convirtiendo en plástico, contaminando nuestro organismo. Hay cuerpos de voluntarios que, en una sola y muy turística playa, recogen en un solo día más de cien mil bastoncillos de plástico, miles y miles de bolsas, y botellas, y envases de plástico, y deshechos mil. Así tratamos lo que usamos, incluída nuestra propia naturaleza. Tras envenenar la atmósfera cada puente con un vertido brutal de catorce millones de tubos de escape, nos aposentamos en las playas para envenenarlas igualmente. El fenómeno turístico y consumístico crea nuestra propia mierda, en la que nos enterramos nosotros mismos, lentamente. ¡Ah! ¿que no se habían dado cuenta? ¿Es que no se han percatado que hasta los propios discursos de los políticos son de plástico? ¿No? Pues sí, fíjense bien, son de plástico desechable. Como nuestra cultura, nuestra educación, nuestro ocio, nuestra forma de vida, nuestro todo.