El problema: una sentencia judicial de un asunto penal es un ejercicio de imaginación. La misión del juez no es la averiguación de la verdad, lo que nosotros conocemos como tal y de la que decimos que no hay más que una. Él distingue entre la formal y la material. La segunda es la que se corresponde con nuestro concepto; la primera es una realidad virtual, una narración verosímil y creíble. Se llama verdad judicial a la obtenida después de un procedimiento con todas las garantías para quien es acusado, partiendo de la premisa axiomática de que la culpabilidad ha de ser probada. Visto desde toda una filosofía cristiana del Derecho y ante la imposibilidad de conocer la verdad real, puesto que esa sólo la conoce Dios, sólo puede haber justicia humana si damos al acusado todas las posibilidades razonables de que su implicación no sea cierta. Es más, si añadimos que para apreciar el delito es necesario probar la intención, el dolo o la imprudencia imputable al reo, puesto que lo interno sólo puede conocerse a través de los hechos objetivos, la condena ha de estar basada en un relato probable, verosímil, en el que la duda no tenga cabida.

A ese relato, el juez añade una consideración jurídica y finalmente una decisión sobre la culpabilidad del acusado. Un relato virtual, una lucubración jurídica y un juicio de valor implacable. Debe caber un recurso a una segunda instancia, pues el fallo puede ser efectivamente un yerro. Por eso, la limitación de los recursos es siempre una equivocación, más aún si está fundada en la descarga de trabajo de los tribunales superiores. La razón de Estado nunca debe primar en detrimento de la lógica ni de la justicia, pues reducirá la legitimidad de nuestras instituciones, falseará la democracia y se acercará al despotismo o la tiranía por simple razón de conveniencia. Es preferible aumentar la plantilla de los que tienen que juzgar que reducir las garantías de quien puede ser juzgado.

La materia: cuando ciertos delitos fueron tipificados contra la honestidad, la nomenclatura cedía al Romanticismo, pues se trataba de la honestidad sexual. Por eso el Código Penal de la democracia prefirió denominarlos contra la libertad y la indemnidad sexuales, pues en el segundo caso se protege la integridad de los menores y en el primero la libertad de los mayores. Se decidió prescindir del término violación, pues en la ley antigua sólo se concebía una posible, mientras que en la nueva se penalizarían tanto la vaginal, como la anal, bucal y otras formas de penetración, pero también se hace abstracción del sexo de víctima y delincuente, para contemplar tanto la heterosexual en la que la primera sea hombre, como la homosexual en cualquiera de sus versiones. Así, la distinción atendía sólo a la gravedad del hecho: si concurre violencia o intimidación será agresión; si no lo hace, será abuso. La violación se desprendía de la imagen del yacimiento que anula la voluntad de la víctima, para incluir al que limita o coarta la libertad por cualquier otro medio no prepotente de manera objetiva.

El caso concreto: la violación y La Manada. Los jueces del tribunal navarro se plantean si concurre violencia o intimidación. Durante el proceso, la víctima fue preguntada si se utilizó la fuerza física contra ella y manifestó que no. Luego, que si fue amenazada, puesto que intimidación es la amenaza de un mal grave e inminente. También contestó que no. Así, el tribunal deduce por mayoría, que no hubo agresión, sino simple abuso, aunque a todas luces se pueda hablar en términos coloquiales de violación. Ni entro a valorar el voto particular, pues puede que no sea de este planeta, ya que de seguro no es de este tiempo. La lucubración considera que, pese a no haber agresión, las cinco bestias abusaron de su superior fuerza y consciencia de la situación. Agravaron la condena, pues consideraron la concurrencia del abuso de superioridad o del prevalimiento, pues limitaron la defensa de la muchacha. Nueve años para cada uno.

La comparación: recientemente leí una sentencia en un caso de agresión sexual en el que el tribunal estaba compuesto por tres jueces, todas ellas mujeres. La descripción de los hechos probados era un supuesto de brutal y repugnante violación con empleo de violencia física irresistible. La condena fue a diez años, pues no concurrían circunstancias agravantes, ya que el abuso de superioridad está implícito en el empleo de la violencia.

El problema: los conceptos jurídicos son tan precisos como puedan ser los términos técnicos de cualquier otra ciencia, pero la denominación de aquellos es generalmente una palabra que forma parte del lenguaje usual, cotidiano. Así pues, violencia o intimidación son términos gramaticalmente exactos, nada ambiguos para un jurista. Por eso, si se le pregunta directamente a un lego en Derecho, su respuesta será confusa, pues puede ser que el interpelado haga referencia al significado común del vocablo y no al que tiene en el argot jurídico. Ergo, la pregunta es capciosa, pues oculta al profano el verdadero sentido e intención de su interrogatorio.

El símil de análoga factura: imagina, lector, que un hombre corpulento de dos metros de altura y uno de hombros, con los músculos de Schwarzenegger en sus tiempos de míster universo, te aborda en un callejón a oscuras, a las tres de la madrugada, a ti que caminas sólo, sin posibilidad racional de huida, y educadamente te inquiere: ¿caballero / gentil dama, tendría usted la amabilidad de entregarme su cartera y cuanto de valor porte? No tendría yo mayor reparo en hacer lo que me pide, más no por educación, sino por algo que sin duda definiría como temor y que vulgarmente traduciría como pánico. Y ahora que conoces el significado exacto de los términos, ¿dirías que fue una clara y evidente intimidación y que sentiste algo que no puede ser más que amenaza?

La solución: me niego por sistema a entrar en ningún debate en el que mi lengua materna no sea gramatical o semánticamente apedreada. ¿Por qué le llaman género cuando quieren decir sexo? Por tanto, la perspectiva de género aplicada a la formación de los jueces, para mí, es la corrección semántica, gramatical, sintáctica de la redacción de una resolución judicial. Lo que entiendo que falta es una formación integral, una verdadera conciencia de los valores que rigen nuestro ordenamiento democrático. De esa forma, cualquier juez que en un caso de violación pregunte a una mujer si cerró bien las piernas es, casi por definición, un incapaz para valorar la libertad de una persona. Luego el problema no es casar la sentencia con criterios que podríamos atribuir al feminismo militante, sino formar jueces que sean ante todo ciudadanos conscientes de la sociedad en la que viven y el tiempo al que pertenecen, pues no enjuician en la Edad Media, sino en la rabiosa y contemporánea actualidad, en la que los seres libres podemos tener intención de disfrutar de una fiesta, incluso de pasarlo bien con unos desconocidos, pero no entregar nuestra libertad sexual a una jauría de cánidos ávidos del olor mórbido del celo.

Tampoco son las leyes redactadas a golpe de telediario la mejor solución a un fallo imperfecto o cuanto menos criticable, pues como ves, apreciado lector, se puede con buen criterio interpretar la ley adecuadamente a su tenor literal sin menoscabar la dignidad de la víctima. Menos precipitación, legislador, y no quiebres como siempre al puro electoralismo la responsabilidad que el pueblo confió en ti. No es el género, sino el sexo, ni es la ley la que falla, pues es la conciencia de la libertad de quien ha de juzgar.