La situación de 'impasse' en que ha degenerado el problema catalán es lo más parecido a lo que se conoce como guerra de desgaste. Unas contiendas que se eternizan cuando se entra en una especie de punto muerto y ninguna de las partes tiene suficiente fuerza para imponerse. Tanto el independentismo catalán como el constitucionalismo español parecen encontrarse en esa disyuntiva: ninguno de los dos puede doblegar al otro. Más que ante una correlación de fuerzas estaríamos, por lo tanto, ante una conjunción de debilidades. Ante la de Rajoy, por supuesto; pero también ante la de muchos otros.

La debilidad de Rajoy quizá sea la más palpable. Hace tiempo que se le ve, en el conflicto catalán, como un político endeble, como un presidente de Gobierno incapaz de gestionar esta crisis, entre otras cosas porque más que parte de la solución es parte del problema. Sobre todo por omisión o búsqueda de rentabilidad partidista durante demasiados años en este río revuelto. Presidente en precario, rehén de la corrupción en su partido, y víctima de una minoría parlamentaria que en Madrid lo hace depender de Ciudadanos y del PNV, su situación política se complicó si cabe más tras los pobres resultados electorales obtenidos en las últimas autonómicas catalanas. Un número de votos y de diputados ridículo y bochornoso, que lo han situado en Barcelona al borde del extraparlamentarismo.

Pero también hay otras flaquezas, como decía. La de Puigdemont, por ejemplo, que es quien mejor y más tiempo lleva preparando esta guerra de desgaste. Y no sin algún éxito, por cierto, (aunque sea éste un camino que no lleve finalmente a ninguna parte). O la de Junqueras y otros encarcelados o fugados, convertidos en espectros pegados a un lazo amarillo. Transmutados en sombras de sus sombras. Por no hablar de la que proyecta Torra, voz de su amo, empecinado en seguir con un procés que ni cuenta con los votos ni el apoyo suficiente para hacer realidad el independentismo. Un procés elucubrante y fantasmagórico en el que se unen la megalomanía desesperada de Puigdemont, emulando al Rey Sol con su «Cataluña soy yo», y la xenofobia enfermiza de Torra que lo lleva a considerar a los españoles como inferiores genéticamente a los catalanes.

Tampoco pasa desapercibida la debilidad de Pedro Sánchez que quiere ahora resarcirse de sus incertidumbres anteriores. Ni la de Pablo e Irene, más centrados en estos momentos en sus asuntos domésticos que en los problemas de España.

Ni siquiera Rivera que, según las encuestas y sus resultados en Cataluña, podría ser el hombre clave del momento es tan fuerte como él se pinta. Su imposibilidad para formar Gobierno en Cataluña pese a ser el partido más votado lo dice todo. 'Ganar' unas elecciones, pero ser incapaces de articular un Gobierno es probablemente una de las muestras de debilidad más sonadas que se pueden dar en las democracias parlamentarias. Por no mencionar su decidido apoyo al PP para que siga gobernando y se vaya cociendo a fuego lento. Una apuesta, sin duda arriesgada, que podría volvérsele en contra si el PP tras aprobar los presupuestos consigue rehacerse.

De momento, y ante esta correlación de 'fuerzas', Rajoy mantendrá el 155 en respuesta a 'la provocación' de Torra de nombrar dos consejeros presos y otros dos huidos. La intervención del Estado, por lo tanto, va a continuar en Cataluña. Y con ella la guerra de desgaste que podría seguir prolongándose no se sabe el tiempo. 'Tablas' es el nombre que recibe un empate en ajedrez. Cuando ninguno de los dos jugadores tiene material suficiente para dar mate al rey contrario. Que viene a ser lo que le ocurre a Rajoy y a Puigdemont.

Quienes únicamente pueden desatascar esta situación con su voto son los catalanes, pero visto lo visto en las dos últimas contiendas autonómicas no parece que eso tenga visos de suceder a medio plazo. Así que habrá que irse acostumbrando a convivir con esta crisis crónica producto de esta correlación de debilidades.