El viajero que camina en la oscuridad rompe a cantar para engañar sus temores, mas no por ello ve más claro». Eso dejó escrito Freud en uno de sus textos. Hoy, ese canto de una humanidad atemorizada levanta un clamor disonante y atronador de gritos. Ese hecho se debe a que nos vamos internando en un bosque espeso en el que, presentimos, nos espera un oscuro corazón de tinieblas. El paso siguiente, tras los gritos, será darnos puñetazos en los párpados, a ver si de esas chispas surge algo de claridad. Muchos de esos golpes andan ya por las redes, alimentando la incomprensión, la cólera y la soledad. Habitan el territorio de la virtualidad, pero hay un punto de conexión entre ese limbo y la vida: nuestros agotados e hiperestésicos aparatos psíquicos que, arrollados por ese frenesí, se preparan para una escalada de malestar.

No debemos percibir las redes y sus circuitos como un reflejo de la vida pública. Son la vida pública, la constituyen. Ese es el sentido de que el hombre más poderoso de la Tierra se comunique con los mortales a golpes de Twitter. Nunca la teología política fue más aparatosa que con este Dios escondido que lanza sus mensajes atronadores, mientras paga a prostitutas por su silencio. No es un ojo que nos ve. Es una palabra que envuelve la Tierra entera. Podemos pensar que esos actos de comunicación van por un lado y la vida de los cuerpos por otro. Pero no es así. Las redes, con su caja de resonancia y capilaridad, generan ya la forma 'superyó' del sistema psíquico mundial. Nos traen las órdenes, valoraciones, exigencias, juicios a seguir, y atemorizan al yo de cada uno con infinitos peligros de acusación, desprecio y violencia. Todo eso nos acecha. Forma el bosque en el que cada día nos adentramos más, llevando al sistema psíquico al paroxismo.

Los autores que han investigado la situación mental previa a la Primera Guerra Mundial hablan de la edad de la nerviosidad. Ahora que acabamos de celebrar el Mayo del 68 parece que no podemos escapar a esta alternancia: o nerviosidad o aburrimiento. Sin embargo, las formas de reaccionar a estos estados psíquicos es diferente. El nerviosismo preparó a los ánimos para el éxtasis de la guerra. El aburrimiento hizo explosionar la libertad porque cada uno debía encontrar el camino de la motivación a su manera. Mientras que el aburrimiento fuerza a dar un paso constructivo, el nerviosismo produce su propia reproducción en escalada. Calmarse tras su irrupción requiere a veces de experiencias catárticas.

Como todos los fenómenos de escalada, este de la tensión psíquica es relativo y gradual. Por mi parte creo que va en aumento. El sábado James Rodhes publicaba una carta abierta a los españoles en la que nos decía «A lo mejor no me creéis, pero en España todo es mejor». Es una hermosa carta por la que le debemos gratitud. No me cabe duda de que todo está más cerca de ser peor en Londres que en España. Donde se ha impuesto como valor absoluto la forma de vida del hombre económico neoliberal, la vida humana debe estar cerca de colapsar. Comprendemos el alivio que debe haber sentido Rodhes por abandonar el inhóspito Londres. No se puede tocar las Partitas número uno o la Sexta de Bach en un mundo sin alma, y es lógico pensar que un gran artista como él la encuentre más fácilmente entre la gente sencilla de nuestras tierras. No hay misterio alguno en que muchos encuentren más afinidad entre el todavía pausado ritmo popular de nuestras calles, el sencillo pasear de los vecinos de nuestros barrios, y las secuencias contenidas de las piezas de Bach.

No me cabe duda de que, todavía por un tiempo, existirá más alma en las tierras de España que en las calles de la City, ese teatro en el que el mundo postizo del espectáculo mediático-político ofrece una tregua festiva con sus bodas reales, sin dejar de hacer un negocio magnífico. Pero lo que le gusta a Rodhes de nuestro país es más su pasado que su futuro. No deberíamos olvidar que hace apenas unos años todavía este país miraba con cierta confianza al futuro. Tras la crisis de 2008, esa confianza no sólo no se ha recuperado, sino que comenzamos a apreciar que nadie la espera. No vemos sino gritos que sólo tienen un sentido: prepararnos para cuando todavía todo sea peor. Desde este punto de vista, esa exacerbación de la furia a través de las redes constituye una cuidada pedagogía para la catástrofe. Las empresas de multiplicación automática de mensajes en la red han demostrado su eficacia educadora. Disponen los ánimos para la furia y la ira, y los prepara para convertirse en actores en la futura barbarie.

Lo vemos por doquier. Las recomendaciones de Trump para que los maestros vayan armados a impartir sus clases; las elecciones de Venezuela con la mitad del país fuera de sufragio o deseando irse, mientras la otra mitad se posesiona de los miserables despojos del Estado; la estéril política de Macri, que pone en vilo a toda Argentina para lo peor; el desmontaje de la democracia brasileña aprovechando lo más corrupto de la misma; la normalidad del programa de gobierno futuro de Italia, que prepara deportaciones en masa (¿a dónde?) y se dispone a abrazarse a un dictador como Putin; la profundización de la crisis catalana con el nuevo Consell que prolonga el conflicto a la espera de que una situación catastrófica le conceda la oportunidad que una situación ordenada no puede darle; la incapacidad de las elites centrales de jugar limpio en Madrid, manteniendo en el poder a un partido incapaz de generar una situación de decencia: todas estas situaciones y muchas más se multiplican en las redes, excitando a sus defensores y a sus rivales, todos preparándose para situaciones que todavía pueden ser peor.

A eso, a lo peor, a la catástrofe, ya nos hemos acostumbrado viendo cómo un pueblo milenario como el sirio es dispersado a los cuatro vientos, cómo sus ciudades son sepultadas en escombros como si emergieran de las escenas de la Segunda Guerra Mundial; cómo sus niños mueren entre el polvo y la ruina, mientras sus dirigentes masacran a sus propios conciudadanos, como Netanyahu masacra a palestinos con carácter preventivo. Ese es el Estado más peligroso, aquél en el que la catástrofe se torna natural, habitual, cotidiana. En todas las manifestaciones, la gente sencilla gusta de llevar sus carteles afirmando que ellos también son las víctimas. Hay una exageración en este gesto y quizá también la haya en afirmar que todos podemos ser Siria, que todo puede depender de que tengamos algo que quieran los poderosos del mundo. Pero ya se cumplen las condiciones para que eso suceda. La primera de ellas es que el que quiere algo ya ha perdido la percepción de los límites. El omnipotente se comporta en el ámbito de su poder sin inhibiciones, en una actitud desconsiderada. Como ese hombre en Carmona, que quería dos botellas de cerveza y mató a quien se los negaba.

¿Dónde hallar un punto de anclaje que frene esta escalada de la desconsideración, la excitación, la descalificación, la mala fe, el cálculo de llegar a lo peor? No lo sé. ¿Qué oponer a esta pedagogía de la catástrofe masiva, que mientras tanto no cesa de producir caos psíquico y desolación? Tampoco lo sé. Sólo atisbo que la tarea ingente de quien asuma el papel de ser un representante público digno es producir orden moral. Su esfuerzo de ejemplaridad ha de ser proporcional a la desmoralización que asola a nuestras poblaciones. Quizá sepamos eso. Que solo las personas representativas pueden producir un efecto público capaz de detener la escalada del nuevo malestar en la cultura.