20 de abril

En el Puerto de Cartagena. Los paisajistas románticos del siglo XIX exaltaron el mar como motivo pictórico. Me pregunto si podrá componerse una marina con palabras, emplear libreta y bolígrafo como si se tratara de lienzo y pincel. ¿Acaso nuestra imagen del mar no está más influenciada por Julio Verne, Jack London o Joseph Conrad que por aquellos pintores? Para responder a esa pregunta me hallo esta mañana en el puerto de Cartagena, bajo un cielo gris plomizo, mientras un levante racheado desbarata mi cabello y me lleva a cuestionar la afirmación de Cervantes de que éste sea un lugar «cerrado a todos vientos».

Los contenedores apilados en el muelle de San Pedro llevan nombres evocadores (Cronos, Magellan, Neptun, Tiphook, Sealand) que vienen a mostrar cómo la poesía anida también en el corazón de los mercaderes. Las máquinas elevadoras que transportan de un sitio a otro estos enormes prismas rectangulares parecen moverse solas, como si no las condujese nadie. Veo edificios de aduanas y empresas consignatarias de buques. Más allá se yerguen descomunales grúas pórtico, dedicadas a la estiba, cuyos treinta pisos de altura y mil toneladas de peso hacen pensar en las máquinas de guerra marcianas que imaginara H. G. Wells.

Del mismo modo en que los cementerios son territorio fronterizo entre la vida y la muerte, los puertos son territorio fronterizo entre el mar y la tierra firme: un no-lugar que no pertenece a ninguno de ambos mundos.

Recorro el dique de la Curra entre operarios con chalecos reflectantes y cormoranes, así como gaviotas que, posadas en los noráis, los tiñen de blanco con sus excrementos. Un letrero castrense impone el nivel de alerta antiterrorista ‘Alfa Plus’, lo que obliga a los militares a usar chaleco antibalas en sus instalaciones y a no llevar uniforme en lugares públicos. Bajo una bandera patria se mece el patrullero Tarifa, volcado en la vigilancia pesquera, que muestra desafiante sus tres ametralladoras.

Llego a un faro verde desde donde se divisa otro más lejano, de color rojo, en el extremo del dique de Navidad. A partir de ese punto se extiende el mar abierto y empiezan los infinitos caminos de agua que conducen a cualquier parte del mundo: a Singapur, a Ciudad del Cabo, a Anchorage... Tal como dijo Borges del desierto, también el mar es un laberinto sin galerías ni muros. Mientras oteo el horizonte pienso en mi amigo Elías Meana, oficial de radio en la goleta Idus de Marzo y exjefe de la base antártica Juan Carlos I, salmantino que navegó por los siete mares antes de quedar varado en Molina de Segura y empezar a escribir literatura marítima, con novelas tan genuinas como Ganando barlovento o Los silencios del Atlántico.

Vuelvo a recorrer el puerto en sentido inverso hasta llegar a la dársena de Santiago Apóstol. Un pescador septuagenario, con camisa a cuadros blancos y azules, está calafateando su bote. Me explica que los barcos aquí amarrados se dedican a la pesca deportiva (serrano, melva, bonito, albacoreta), pero que las capturas son cada vez más escasas. Dicen que en este mismo punto puso pie, procedente de Jaffa, el apóstol Santiago el Mayor, ‘hijo del trueno’, de ahí que sea el inicio de una ruta jacobea que, a lo largo de casi mil doscientos kilómetros, conduce a Santiago de Compostela, sólo una de las veintitantas que surcan la Península.

Entro en una tienda de efectos navales donde se venden sextantes, poleas, banderas, cornamusas, barómetros, mosquetones, jarcias, radiobalizas y luces de navegación. En la dársena de Talleres veo redes extendidas y trabajadores de varias razas atareados en remendarlas. Entro en el edificio de la lonja, ahora vacío; no será hasta las cinco de la tarde cuando atraquen los barcos con su cargamento de jureles, salmonetes, gallinetas, pescadillas o besugos. Un enorme retrato de Jesucristo preside el anfiteatro donde, a través de un marcador electrónico, se subastarán las capturas.

Zarpa un remolcador gris. Una de las siluetas predominantes del puerto es el transatlántico The World, que diríase un bloque de apartamentos edificado en el agua. Por lo que he podido averiguar, no se trata de un crucero al uso. Fue construido en Noruega hace dieciséis años y lleva a bordo a 150 potentados que no han reservado sus lujosos camarotes, sino que los han adquirido por sumas que oscilan entre uno y siete millones de euros (gastos de navegación aparte). Pasan todo el año surcando el orbe y disfrutan de restaurantes, tiendas, piscinas, cancha de tenis y hasta un campo de golf, aunque no pueden subir mascotas a bordo.

A lo largo del Paseo del Muelle voy fijándome en los nombres y nacionalidades de las distintas embarcaciones. El velero Giriz II, con bandera de Inglaterra. El yate Plan B, con divisa de las Islas Caimán. El velero estadounidense High Hopes (como la novela de Dickens) procedente de Portsmouth. El Gran Bleu II, de Francia. El Nis Puck, de Alemania. El Cream, de Irlanda. El Ozgun, de Malta. También hay españoles, como el Altano o el Lucaya V. Los hombres de tierra miramos siempre con cierta envidia a los hombres de mar, como si fueran más libres. Recuerdo un texto de Umbral donde compara un paseo portuario con «un recorrido por el mapamundi, del que regresábamos cansados e intemporales».

La otra nave que domina el panorama es un descomunal velero de acero y fibra de carbono cuyos tres mástiles rozan los cien metros de altura. Bautizado con el utilitario nombre de Sailing Yacht A, es un capricho de Andrey Melnichenko, dueño de un imperio basado en la energía, el carbón y los fertilizantes que ostenta la undécima fortuna de Rusia. Melnichenko ha debido estrujarse los sesos para llevar a efecto tanto derroche, llegando incluso a la extravagancia de hacerse construir una habitación dentro del palo más alto. Pero, si su barco de ciencia ficción está amarrado en el puerto de Cartagena es porque los chequeos que imponen las leyes internacionales son aquí más baratos.

Paso cerca del monumento a los Héroes de Cavite (masacrados por la Armada norteamericana durante la guerra de Cuba) y llego al museo naval. Una chica con auriculares y gafas de sol hace estiramientos sobre viejos cañones amortajados de herrumbre. Más allá se divisan los astilleros y el arsenal. Sentando en un noray, un hombre grueso contempla «el gran sudario del mar» (como lo llamó Melville) mientras saborea un cigarrillo. Yo también me pongo a contemplar esa masa infinita en la que se adivina la superficie curva del planeta. Todos los mares son el mismo mar.