Con cuánta perplejidad despertamos después de una breve incursión bajo los párpados y recordamos extrañados por la mañana las llamativas (a veces incómodas) aventuras vividas la noche anterior. Hecho tan insignificante y cotidiano basta para convencernos de que hay un aliento no racional que vive en nosotros, quizá incluso antes de que naciera nuestra capacidad de comprensión simbólica. El humano y la bestia caminan juntos desde que la memoria guarda recuerdo, a veces resultan difíciles de separar y devuelven la imagen grotesca de dos seres entrelazados como siameses. Así parecen corroborarlo Téophile Gautier con La muerta enamorada (1836) en que un joven sacerdote lleva una vida diurna seráfica y una existencia nocturna y onírica que es vampírica y depravada; o Jack London con Antes de Adán (1907) en que un muchacho recibe en sueños los ecos de una vida anterior que fue una terrible y animalesca existencia prehistórica.

El nacimiento a la vida cultural y simbólica no ha podido jamás desentenderse de los impulsos más primigenios, aquellos que como especie compartimos con el hermoso, aunque inmisericorde reino animal. Cultura y naturaleza no suelen encontrarse en armonía. Comparada con nuestra vida selvática, primitiva e instintiva, nuestra vida racional y moral está en su infancia. Más aún, creer que el ser humano es primeramente racional ignora algo: que bajo la piel la racionalidad tiende a hacerse menos frecuente y conforme descendemos a las profundidades de la personalidad desaparece bajo el dominio implacable y aplastante de los instintos más perentorios que habitan en un alma todavía animal. La llamada de la bestia, su aullido en soledad o en manada, se filtra a través de las inoportunas grietas que abre el virulento e irrefrenado deseo de la satisfacción inmediata. Por desgracia el ansia de dominio, de sometimiento sexual y la violencia no han sido dejadas detrás de nosotros a las sombras de remotos parajes paleolíticos.

En la admirable novela de Carlos Martínez Barbeito, El bosque del Ancines (1944), oímos hablar del santuario de Santa Eufemia de Teixido, adonde se espera que la santa libere a los posesos que hasta allí acuden; posesos sí, pero no por el demonio sino por espíritus de animales. En la novela se cuenta cómo el buhonero y licántropo Benito Freire (alter ego del célebre asesino en serie Manuel Blanco Romasanta, el ´hombre lobo´ de Allariz) creía que se transformaba efectivamente en lobo, y adoptaba así un comportamiento acorde con la creencia que compartía gran parte del entorno rural gallego (y europeo), a saber, que su cuerpo cambiaba, que se retorcía y echaba a rodar por el suelo, que aullaba y que atacaba a hombres y animales causando muertes y estragos. Objetivo principal de su delirio sexual y caníbal eran las mujeres a quienes acompañaba Freire cuando las guiaba, como un Hermes funesto, por las soledades silvestres de Galicia.

Lejos de regular la situación, la irrupción de la técnica, y últimamente su predominio en las denominadas redes sociales, parece excitar con virulencia la innata predisposición a regresar a las profundidades de la mente animal. El triunfo general de la técnica se hizo ya visible con total claridad en el siglo XIX y se convirtió en indisociable de la idea de progreso material. Pero como la función de la técnica no es otra que satisfacer las necesidades más urgentes, perentorias y básicas, no necesariamente las más elevadas ni espirituales del ser humano, se corre también el riesgo de que despierte la bestia dormida que vive en esa parte del cerebro reptiliano que nos acompaña desde que salimos del fango de la tierra, y basta quebrar la fina capa de la cultura material para ver actuar las fuerzas más elementales del deseo, la destrucción, y la muerte, el mundo de las pasiones elementales.

Y así, cuando Émile Zola escribió clarividentemente La Bestia Humana (1890) situó la terrible historia de celos, avaricia, violencia y el deseo criminal de matar mujeres en el entonces relativamente nuevo mundo de los ferrocarriles, bajo el reinado de Napoleón III, en medio del triunfo general de la técnica más avanzada del momento. Su personaje Lantier, obsesionado con el deleite que sin duda (pensaba él) le proporcionaría asesinar con sus propias manos a las mujeres, amaba también el mundo de las máquinas de vapor cuya técnica salvaba las distancias con precisión y regularidad milimétrica, dibujando así un nuevo y trepidante mapa mental colectivo en el que la velocidad y la inmediatez de las disponibilidades materiales y de las comunicaciones borraron en pocos años y en nombre del progreso el lento ritmo vital de una tradición cultural que había durado siglos.

Cierto, lo primordial fluye, se filtra a través de inoportunas grietas que la técnica sin control ha abierto en el edificio de la civilización y reclama como posesión suya el alma pretendidamente moderna. Hemos de preparar nuestra mente y nuestras energías para combatir las jaurías y manadas que surjan a través de esas grietas, viejos enemigos que suben desde las profundidades hasta la superficie de la Terra incógnita que es nuestra luminosa época de progreso.