Este titular no es mío. Lo facturó en una red social la portavoz del Ayuntamiento de Murcia, Nuria Fuentes, nombrada como tal por Miguel Ángel Cámara cuando éste era alcalde de la capital. El Ayuntamiento de Murcia era una cueva de ladrones, dijo la portavoz al poco de dejar de serlo, a la conclusión del anterior mandato municipal. En el PP no debieron restar crédito a esta opinión, pues aunque Fuentes no fue rescatada por el nuevo candidato popular a la alcaldía, José Ballesta, el líder real del partido y pronto de la Comunidad, entonces Pedro Antonio Sánchez, le encomendó una dirección general de su Gobierno, nada menos que Urbanismo.

Esto significa que, a pesar de su tremebundo diagnóstico acerca de cómo se hacían las cosas en el más importante Ayuntamiento de la Región, gobernado hasta entonces por el ´exnúmero dos´ de la dirección regional del PP (Cámara era hasta esas fechas secretario general, el escalón inmediatamente inferior al que ocupaba Valcárcel) los nuevos dirigentes del partido no observaron contradicción alguna en el hecho de que Fuentes saliera del ´palacio ribereño´ en el que habitaba Alí Babá para seguir gestionando las políticas del PP. Pero por si algo no quedaba claro a pesar de esto, el nuevo presidente popular, ya en esta era, Fernando López Miras, ha nombrado a Fuentes, en el último congreso de su organización, portavoz regional del partido. Traducción: en el PP avalan que la gestión de Cámara en el Ayuntamiento de Murcia convirtió el palacio de la Glorieta en una cueva de ladrones. Lo dicen ellos con una sucesión consecuente de gestos.

El amo de esa cueva durante veinte años, Miguel Ángel Cámara, se enfrenta estos días al juicio por el caso Umbra. Y parece que el más consistente argumento para su defensa consiste en que toda acusación ha prescrito. Edificante, jajajá, desde luego. Nadie podrá reprocharle que acuda a los recursos más peregrinos, pues hasta un exalcalde tiene derecho a defenderse como pueda, si es que no dispone de razones consistentes para hacerlo como debiera. Además, este atleta callejero (su propensión a hacer músculos, mientras fue alcalde, destacó en tiempo, aplicación y talento a las obligaciones de su dedicación a la gestión pública) alegó en primer lugar que se limitaba a validar lo que los técnicos municipales le ponían a la firma, y esto a pesar de que era obvio que tales técnicos, para mantenerse en su respectiva posición, estaban obligados a atender las sugerencias de quien los había colocado en los oportunos departamentos.

Puede entenderse que Cámara apele a la prescripción de su caso como ciudadano particular, pero al hacerlo está confesando implícitamente su responsabilidad en aquello de que se le acusa como político al que se le concedió la confianza general para ser alcalde. Este tipo de defensa, en un responsable público, es una vergüenza. Es verdad que ya, sin carné del partido ni cargo alguno en su organización, puede hacer de su capa un sayo, pero tal vez debiera atender a los miles de ciudadanos, vecinos de la ciudad que gobernó, a los que mitineó durante dos décadas para alcanzar sus objetivos políticos, y a los que también debiera explicarles cómo es posible vivir durante años sin acudir a los cajeros automáticos. Qué espectáculo.

Mientras tanto, gracias a una normativa ad hoc para los políticos, Cámara se ha convertido en catedrático de la Universidad de Murcia, sin necesidad de recurrir al método Cifuentes: sus veinte años sin pisar un aula universitaria le han contado como méritos de acumulación de quinquenios, que en otros profesores que no se dedican a la política exigen la continuidad de clases presenciales, día a día. Una grosería más si no fuera porque todo está montado para mantener los privilegios de los de siempre. Y en cuanto a los sexenios obligados (el capítulo de investigación) habría que preguntarse si quien firmaba con él los trabajos que le atribuían mérito era un firmón que pasaba ´generosamente´ por ahí.

Cualquiera podría entender que, al cabo de las mil, Cámara se defendiera en los tribunales con argumentos consistentes. Pero la apelación a la prescripción del caso desvela la endeblez de su posición y el deseo de salir corriendo para dejar atrás todo esto después de haberse pavoneado en el poder absoluto durante años. Un final a medida.