A Rodrigo Castro Orellana

El wasap tiene poca capacidad mítica. A su lado, los grafitis y las octavillas pobremente impresas (en las famosas vietnamitas) producían efectos tan eternos como las prensas de Gutenberg e incluso más, como las tablas de Moisés. A esos medios épicos de comunicación sencillos, autónomos, inmediatos por su creatividad y difusión, pero al mismo tiempo masivos, debe Mayo del 68 su prestigio. La imagen es la de un horno que no dejará de producir maná sobre una población hambrienta. Si las manifestaciones y huelgas de mayo del 68 hubieran sido convocadas por wasap, no habrían pasado de ser una aglomeración de gente, como otras tantas. Con los grafitis y las octavillas se convirtieron en la explosión de ingenio que hizo de aquellos días un museo andante de política en acción. Aquí una vez más se aprecia que la mímesis requiere algún medio objetivo para imantar, alguna imagen espacial para mantenerse en el tiempo. El wasap forma parte de la comunicación intransitiva. Puede producir efectos mientras se mantiene, pero todo se quiebra cuando cesa la cadena de mensajes y alguien se cansa de teclear. Entonces todo se diluye en nada. Una masa que mira la misma octavilla la convierte en su corazón.

La índole de las metáforas lo dice todo. Un tuit o un wasap se convierten en viral. Mayo del 68 se convirtió en un mito. La diferencia reside en que el virus ha generado el anticuerpo del olvido a los pocos días. Cuando leemos los grafitis de Mayo del 68 nos dan ganas de salir a la calle. Si no, repasemos uno que iluminó la avenida de Choysy. Decía: «No nos dejemos ridiculizar por los politicuchos y su sucia demagogia». Este tipo de sentencias, de máximas, constituyen un manual de la política para tiempos de miseria democrática. Están destinadas a un valor cercano a la eternidad. Esa capacidad de aplicarlas a cualquier momento democrático inercial ha dado a Mayo del 68 su horizonte. Tarde o temprano, dada la fragilidad de nuestro sistema representativo, esas máximas podrían volver a rodar.

«La burguesía no tiene otro placer que degradarlo todo», se vio en las paredes de la Facultad de Derecho de Nanterre, el campus donde estallaron los chispazos de la rebelión. Aunque 'burguesía' sea un concepto poco comprensible, si abrimos los ojos veremos que la frase es plenamente descriptiva del presente. Se ha olvidado con frecuencia que Mayo del 68 fue un movimiento puritano. Su radicalidad sólo fue comparable a su rigor. «Ceder un poco es capitular mucho», dijeron los estudiantes de Bellas Artes, los mismos que confesaron lo triste que les parecía amar el dinero. De los intelectuales que estuvieron detrás de este acontecimiento, el más importante siempre fue Maurice Blanchot, un católico francés que había crecido leyendo a Leon Bloy. Los primeros manifiestos salieron de su pluma y de un pequeño grupo de amigos. Mantuvieron anónimos sus escritos porque, frente al protagonismo forzado de Jean-Paul Sartre, aquella era una revolución democrática basada en una comunidad sin rostro. No es un azar que en las paredes del Boulevard Saint-Michel, donde se alza la vieja Sorbona, se pudiera leer: «Porque existe la propiedad es que hay guerras, motines e injusticias». Por una vez se citó al autor: San Agustín.

¿Puritano Mayo del 68? El motivo inicial fue que los universitarios de Nanterre, un campus de barriada en medio de las improvisadas viviendas de los emigrantes, pudieran visitar a las compañeras en las residencias universitarias. Los primeros jóvenes parisinos que salieron a la calle, con Cohn-Bendit a la cabeza, reclamaron otro sistema universitario, pero sobre todo querían tener una vida sexual normalizada. Era una voluntad de vida limpia. Como dijo Calvino en una ocasión sobre el celibato, ¿de qué sirve una continencia forzada cuando el alma arde en la lujuria? Quizá esa voluntad de limpieza sexual sea lo más anticuado del movimiento de Mayo del 68, si lo miramos desde hoy, que vivimos un tiempo de sexualidad virtual ajena a las alegrías sudorosas de la carne. «Amáos los unos sobre los otros», se dijo en Censier, y la posicionalidad no impide ver que la frase constituye una variación de la máxima evangélica, como lo era aquel otro grafiti que anunciaba la muerte para los tibios. Yo tenía 12 años cuando estalló todo. Pero mi juventud fue diferente de la generación anterior respecto de la forma de entender la sexualidad. Más sana y feliz. Esa fue la consecuencia de Mayo del 68 y fue fulminante entre nosotros. Podemos preguntarnos si fue irreversible.

Dentro de las máximas fundamentales de Mayo del 68, que como digo conforman un manual de urgencia de política democrática, hay una que me gusta especialmente. «La acción no debe ser una reacción, sino una creación». Esta era una máxima que pretendía asumir todo lo que había sido la vanguardia estética y aplicarla a la vanguardia política. Creación era el nuevo método para pensar una emancipación total, inmediata, que expresaba su cansancio con las postergaciones históricas, las metamorfosis diabólicas que habían desprestigiado al socialismo al transformarlo en un cuartel. Mayo del 68 se hizo desde la desconfianza radical, si no la hostilidad, respecto del Partido Comunista Francés, que comenzó a experimentar entonces su crisis final. Fue un momento más propicio para la revolución cultural maoísta, a pesar de su inverosimilitud. Maoísta era el grafiti «Fin de la universidad». Cuando llegué a París en 1973, en la mítica librería Maspero, además de exhibirse las fotografías descoloridas de las cargas policiales, todavía se vendía la edición de las obras escogidas de Mao en seis volúmenes. Eran los restos del prestigio del pasado. Las compré por una docena de francos y estuvieron en casa hasta que me deshice de ellas sin poder leer más de una página seguida de ninguno de ellos.

No, aquellos tomos aburridos y tediosos no parecían muy creativos. Si Mayo del 68 tuvo algo compartido general fue la denuncia de lo insoportable del aburrimiento. En realidad fue la primera revolución cultural que tuvo como motivo consciente acabar con una vida que prometía a los seres humanos ciertamente no padecer hambre, pero al precio de matarlos de aburrimiento. La protesta fue contra el universo cerrado que habían diseñado los vencedores de la II Guerra Mundial para no perder jamás su posición de vencedores. Hay un doble sentido en la octavilla que afirmaba que «Todos somos judíos y todos somos alemanes». Estaba escrita para defender a Cohn-Bendit, pero dejaba bien claro que no estaban con los aliados. Y en realidad, protestaban contra las potencias vencedoras porque no podían ocultar su naturaleza imperial ni en Vietnam ni en Hungría.

Respecto de las grandes cuestiones de geoestrategia, Mayo del 68 no cambió nada. En realidad, fue una revolución formal y reivindicó lo necesario a todas ellas. Los estudiantes y sus aliados vieron que estaban ante un mundo cerrado, por mucho que Karl Popper se cansara de predicar que occidente era una sociedad abierta desde 1945 a 1966. No lo era. Frente a un mundo que se preparaba para ser la repetición indefinida de sí mismo, los jóvenes de 1968 gritaron «Tened ideas», pero ellos confesaron con bastante rotundidad que no siempre las tenían. Creatividad, apertura, imaginación, indolencia, sueños, lo imposible, todo ello se invocó, como se había invocado cada vez que el ser humano deseó cambiar en el pasado. Pero no basta decirlo para hacerlo. Penúltimo acto universal de la sociedad occidental, Mayo del 68 fue la revolución surgida desde la necesidad de la revolución, pero como tal, fue una voluntad de revolución que se consumió en la propia reivindicación de la forma revolucionaria. Pero sus grafitis nos recuerdan de forma permanente el contenido de toda posible revolución, a saber: que la democracia es una promesa de libertad, de comunidad, de camaradería y de plenitud vital. Es más fácil decirlo que saber cómo se hace. Pero si se olvida, entonces estamos de verdad perdidos.