La imagen de Murcia se degrada cada día cuando nos miramos en el espejo. Al modo del retrato de Dorian Gray, que refleja el estado de nuestra alma, el envilecimiento de nuestra región, al que contribuimos todos en una u otra medida, se nos muestra nítido, aunque aberrante, y reproduce las miserias que acumulamos como cuerpo social en avanzado estado de corrupción. Digo que este proceso degradante nos afecta a todos, aunque a unos más que a otros, y a algunos, muchísimo más. Un criterio, entre otros, de distinción es el silencio culpable, que palpamos al encontrarnos con la trampa y el pillaje, ese que se practica entre cómplices declarados o tácitos, el convenido por conspiración ilegitima: el silencio inconfesable, en fin, que tiñe además de cobardía nuestra imagen tétrica.

Cuando yo acusaba al fiscal de Lorca de no perseguir la corrupción urbanística y se defendía diciendo que nadie le había planteado denuncia alguna ni su jefe le había ordenado nada al respecto, yo no podía justificarlo, y estaba seguro de que él tenía suficiente autonomía para actuar (amén de informaciones más que inquietantes, de conocimiento general). Y por eso consideré que ese silencio no servía al interés general y le protesté, recibiendo a cambio una querella airada y necia.

Cuando constatamos el flujo inmenso de denuncias hacia las consejerías autonómicas (sobre todo la de Agricultura) y la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS), por el desmadre imperante en la cuenca, y la inutilidad radical del 90% de ellas, sobre las que se abate el silencio de las Administraciones, hay que señalar a esos dos organismos públicos como conscientes de conspiración.

Quiero insistir en que el panorama agrario murciano contiene numerosos crímenes contra el país, también conocido como la patria, y por eso traigo a colación a los defensores, de oficio, de la patria común y frágil, y concreto en la Guardia Civil, con su Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona). No hace falta recordar a estos servidores públicos, si atendemos a los desórdenes a la vista referentes al robo del agua pública, los pozos piratas, los regadíos ilegales o la contaminación de tierras y aguas públicas, que su papel no está resultando como se esperaría, ni brilla en exceso en una tierra donde los delincuentes prosperan en la algazara que les permiten sus redes de influencia y complicidad; que la patria es una cosa muy seria, pero ni es una bandera ni es un escudo, meros símbolos, sino la tierra y el agua, las nubes y el viento? Y nadie debe sentirse satisfecho cuando se asiste a auténticas estrategias de destrucción o humillación sobre elementos naturales como los citados, y otros más, constituyentes de verdadera patria.

Cuando se creó el Seprona en 1988, dentro de la Guardia Civil, para velar por la integridad de aguas, suelos y atmósfera (sagrada trilogía que es privilegiada integradora de patria), los ecologistas y la mayor parte de la opinión pública nos regocijamos y relanzamos nuestras esperanzas porque el Estado, protector y responsable, había dado un paso de gigante en sus obligaciones para con la naturaleza y el medio ambiente. Excesivas ilusiones, ya que esta situación no ha dejado de empeorar: el enemigo es demasiado poderoso y, además, tampoco va a ser vencido por las malas. Sin embargo, ha quedado a salvo el comportamiento de ese servicio y esos agentes, en los que hay que constatar comportamientos leales y, en ocasiones, incluso heroicos: ha quedado claro que, en efecto, ecologistas y agentes del Seprona, tantas veces coaligados de hecho, forman parte de un selecto y esforzado grupo de patriotas.

Por eso es inaceptable que, en una región deshecha y pirateada, concretamente en el complejo tierra-agua, el trabajo del Seprona resulte de tan escasos resultados. Y como se conoce el esfuerzo de los agentes y su entusiasmo, así como su decepción y desánimo visto lo poco que influye su esfuerzo en el estado de nuestra naturaleza y nuestros recursos esenciales, habrá que mirar a sus mandos, jefes y responsables, que bajo ningún concepto deben conformarse a esta situación, por más que puedan apelar a un cumplimiento de obligaciones, a la cadena de mando o incluso a la indiferencia judicial. Cuando el fiscal Valerio explicaba en su (magnífica a la vez que arriesgada) imputación de los responsables de las cacicadas en el Noroeste, ya subrayaba la labor, con numerosas denuncias bien fundadas, de los miembros de la Guardería Fluvial y la Guardia Civil, y explicaba el itinerario de esas denuncias cuando llegaban, por ejemplo, a la CHS: eran cuidadosamente guardadas en un cajón o archivadas, con la intención de que ni siquiera caducaran.

Digo yo que, ante la reiterada inutilidad de los esfuerzos de sus agentes, los jefes de la Guardia Civil debieran protestar enérgicamente a su mandos, y éstos a su director general y su ministro para que, enterado éste, pueda quejarse a la CHS y su ministro/ministra correspondiente, así como al Gobierno murciano; y que el presidente de Gobierno se entere del menosprecio a que se ven sometidos los agentes del Seprona en su trabajo, lo que supone un exacto, y nada remoto, reflejo de la opresión a que el poder agrario somete a la tierra murciana.

Esto es lo que creo que debieran hacer los mandos de la Guardia Civil en Murcia, a cuenta de la frustración del Seprona, que no debieran soportar. Y por supuesto que no deberán recibir en sus despachos a quienes ya han sido imputados por la Justicia, que tantas veces suelen pavonearse de su influencia y amistad con mandos y dirigentes, es decir, de su impunidad. Nada bueno puede esperarse de esas visitas y de esos visitantes, así que lo que estos tengan que decir que se lo cuenten a la jueza del caso cuando los convoque, pero no a los que tienen como obligación vigilarlos y denunciarlos.

Ante el espejo, las arrugas de la sociedad murciana siguen profundizándose, hasta asustarnos: algunas son diabólicas y anuncio de amenaza y perdición.