Millás observa una curiosidad permanente por cuanto le rodea. De la mano de Javier del Pino en A vivir que son dos días se ha introducido en un tanatorio y ha entreabierto las puertas más recónditas. Reconoce que atesora un temperamento morboso y que, como lo que le da miedo le atrae, le gusta el coqueteo con la muerte. «Siendo pequeño -rememora el escritor-, la gente se paraba al paso del cortejo fúnebre y se quedaba en silencio. Deberíamos integrar más la muerte porque, sin ella, la vida no tiene sentido. Y lo que hacemos es negarla. Parece que hoy en día no se muriera nadie».

Qué me vas a contar, Juanjo. Mis hermanas cuidan de nuestra madre -que este mayo alcanza los 95- como cualquier hijo, en circunstancias normales, tendría que hacer incluso con su padre. Más que desvivirse, la custodian. Y para protegerla al máximo, decidieron hace un tiempo no anunciarle la muerte de nadie que le pudiera afectar, familiares incluídos. La situación es surrealista porque, afortunadamente, a la señora Eloísa, aunque oiga y distinga así, así, las entendederas las tiene bien cargadas. Siempre que me meto en carretera, al poco de llegar y tropezar con el panorama descrito no me queda más remedio que decirles: «Pero, ¿no creéis que igual le extraña que n0 fallezca nadie de alrededor?».

Una mujer que ha estado familiarizada desde adolescente con el trance porque le mataron al padre nada más empezar la guerra y porque ha venido pagando religiosamente al Ocaso. Pero no hay manera. El otro día se cruzaron con la viuda de Ignacio, el de la frutería a la que íbamos de nanos y del que mi madre ignora que lleva un par de primaveras con los angelitos. Y claro, al no coincidir con él, la señora Eloísa quiso saber qué tal se encontraba el hombre y la dueña de la tienda, advertida por la guardia de corps con antelación, respondió: «Pues, ahí va».

Después de aquéllo, la incertidumbre se disparó, hubo cónclave y, ante una de las grandes dudas, pregunté: «Pero, vamos a ver. ¿Mamá sabe que falta Chanquete?».