7 de abril

Ecos del 98. De regreso de Aragón hago parada y fonda en Talayuelas (Cuenca), un pueblo manchego con su iglesia de piedra, sus casas blancas y sus calles anchas llamadas Quevedo, Cervantes, Pizarro u Alonso de Ojeda (escritores junto a guerreros). Me despacho un menú a base de pisto, chistorra y huevos fritos. Luego, salgo a pasear por los alrededores. En las tierras altas de interior la floración de los almendros sobreviene varias semanas más tarde. Las espadañas de los juncos brotan de las acequias. Se oye una campana en la lejanía. Los cuervos graznan en la soledad de este sábado por la tarde mientras resuenan en mi mente los ecos del 98, de Azorín, de Castilla. Tengo polvo en los zapatos y voy recogiendo impresiones mientras camino. Pienso en Ángel Crespo. Pienso en la inutilidad de la poesía.

9 de abril

Empezando el día. A primera hora de la mañana, parapetado tras un cigarrillo, Jesús Montoia me cuenta que ha estado leyendo a Noam Chomsky este fin de semana, y afirma que los poderes económicos son quienes lo deciden todo; por ejemplo, qué noticias debemos saber y cuáles no. Niego con la cabeza. Nunca he creído en la existencia de un cónclave secreto de multimillonarios que dirija el mundo desde alguna parte; más bien sospecho que es el propio capitalismo (su sistema de reglas) el que se comporta como un depredador sin mente, impulsado a perseguir el máximo beneficio por su propia lógica interna y sin necesidad de que guíe sus pasos un grupo de individuos de carne y hueso.

Diez minutos después tengo una conversación similar con Domingo Hernández. De complexión gimnástica y cabeza rapada al cero, con un bagaje de lecturas filosóficas mucho más vasto que el mío, invoca la figura del sociólogo alemán Max Weber, quien se oponía a la tesis marxista de la economía como único motor de la Historia. Miro mi reloj. Aún no han dado las ocho y veinte de la mañana y ya han salido a colación Chomsky, Weber y Marx. A partir de este momento, el día sólo puede ir cuesta abajo.

7 de abril

Mosso y novelista. Que un hijo de extremeños crecido en un barrio chabolista de Barcelona sea nombrado Caballero de las Artes y las Letras de Francia no es lo más sorprendente de Víctor del Árbol. Tampoco que fuese mosso d´esquadra antes que novelista. Me asombra más su método de escritura, por lo estoico. Desarrolla una minuciosa labor preparatoria para la novela que lleve en mente, dedicando una libreta a cada uno de sus futuros personajes, y no empieza a escribir la primera línea hasta que tiene en su cabeza la historia completa y el título (que será leitmotiv de todo el texto). Su lugar de trabajo es un bar. Sus herramientas, el café, el tabaco, y los sucesivos cuadernos en los que irá escribiendo a mano la novela a lo largo del siguiente bienio.

11 de abril

Realismo mágico. Ismael Orcero gasta barba de fraile, vive de construir submarinos y siente la pasión de las narraciones cortas y fantásticas. Entre sus influencias cita a Ángel Olgoso, a Joan Perucho y a José Donoso. Afirma que uno de los cuentos de El fin del mundo (que presenta hoy) podría enclavarse en el realismo mágico, aunque no es un movimiento literario que le entusiasme. A la pregunta de si tiene supersticiones, responde que no; aunque luego rectifica: «Bueno, sigo una. Mi madre me inculcó que había que guardar dinero por toda la casa, por si algún día faltaba». Cuenta que en su piso de Molina de Segura hay céntimos repartidos por todas las esquinas, encima de los armarios, bajo la cama, detrás de las puertas, en los cajones. Sentada a mi lado, Manuela Sánchez me susurra: «Pues eso es realismo mágico».

11 de abril

«Ni som alacantins, ni murcians ni res». Leo que Donald Trump Jr., hijo del presidente de Estados Unidos, anduvo por el Matarraña el mismo fin de semana que yo. Si llegué a cruzármelo, no supe reconocerlo. En todo caso, esta mañana voy a hacer una visita sugerida por ese viaje. Hace tiempo que vengo observando en los mapas lingüísticos de els Països Catalans que, al igual que la Franja de Teruel, existe una pequeña cuña catalanohablante que penetra en Murcia por la zona de El Carche. Quiero corroborarlo con mis propios oídos (sin entrar en disquisiciones sobre si se trata de valenciano o de catalán meridional).

Llego a Raspay, pedanía de Yecla limítrofe con Alicante, y encuentro enseguida a dos octogenarios conversando en valenciano al lado de un tractor. Cuando les pregunto si hay algún bar en el pueblo, uno de ellos me responde: «Veu para baix. Davant hi ha un contenidor chiquetet, i a ma dreta està el bar». El hombre que me ha contestado se llama Cándido Verdú, y cuando le pregunto cómo se consideran a sí mismos los de Raspay, dice riendo: «Ni som alacantins, ni murcians ni res».

Nada más entrar en Torre del Rico (Jumilla) doy con su pedánea, Pepita, quien afirma hablar «un valenciano ´embotellado´, no auténtico como el de Pinoso». Además de ella lo habla un puñado de personas, la mayoría ancianos. Cuando aclaro que entiendo bien el idioma porque me crie en Barcelona, exclama: «¿No será usted independentista?». Le aseguro que puede perder cuidado. Me cuenta que en el pueblo hubo medio millar de habitantes, pero que ahora apenas pasan del centenar. La mitad, extranjeros. Leo sus apellidos en los buzones: Patterson, Hayfield, Coombers, Austin, Glover, Orr, Kinch... ¿Cómo habrán dado con este rincón tan remoto?

Compro una botella de tinto en la cooperativa de la cercana población de Cañada del Trigo. El hombre que me la vende afirma: «Ací tots parlem valencià€ aunque un valencià chapurreao». Curiosamente, ha empleado el mismo adjetivo que se usa en la Franja de Teruel. Sigo hasta la cercana pedanía de Los Gabrieles, en Abanilla, donde dos viejos que hablan valenciano entre sí me confirman que ésa es también la lengua que se utiliza comúnmente en las casas... Pero más allá, en Cañada de la Leña y El Cantón, ya no encuentro rastro de ningún otro idioma que no sea el castellano.