Cuando François Nomé pintó en el siglo XVIII La Caída de la Atlántida, logró introducir la mirada del espectador dentro de un mundo política y tecnológicamente elevado en el preciso instante de su caída. Un mundo del progreso técnico visible por su monumental arquitectura de altos edificios abovedados y magníficas columnas y estatuas se enfrentaba a su hora final. La ruina de los muros y el colapso de los edificios eran las huellas evidentes de un terremoto al tiempo que la imagen de personas atemorizadas huyendo de las encrespadas aguas de la costa que golpeaban la maltrecha ciudad anunciaban la inminente catástrofe del aquel tsunami antiquísimo, castigo de Zeus, que sepultó bajo los océanos esa soñada civilización primigenia.

La Atlántida se hundía, quedaba para siempre sepultada bajo los mares, como la sombra de un recuerdo encerrado en un sueño. Mientras que las naciones de la tierra olvidaban durante siglos su existencia y parecía que el nombre de la Atlántida había sido borrado por las arenas del tiempo, Egipto habría guardado su historia, una historia que según Platón el sabio ateniense Solón habría logrado escuchar de labios de los propios sacerdotes egipcios durante su famoso viaje de formación al país del Nilo. Platón, magnífico escritor y fabulador él mismo, trasmitía así a la posteridad las bases del primer relato antiguo sobre la crisis de la civilización. El enorme progreso material, cultural y jurídico de la Atlántida la había conducido a la soberbia y a la violencia, suscitando la catástrofe y el castigo divino. La crisis de civilización se intuye primeramente como crisis moral. En las tradiciones de la Atlántida que refiere y recrea Platón se dan cita a la vez el relato utópico durante el encumbramiento de la Atlántida por la sabiduría de sus leyes e instituciones, el distópico por el abuso y el expansionismo de una civilización arrogante y el (post)apocalíptico por el colapso y la catástrofe que ponen fin a una ciudad que a la vez es imperio y continente.

La fascinación por la muerte de las civilizaciones supera con mucho al placer que depara el descubrimiento y estudio del origen de las mismas. Todas las grandes civilizaciones han soñado con un final ya sea propio o un final atribuido a una lejana civilización con la que sin embargo puedan identificarse o extraer una enseñanza. Se trata de un final en el que las fuerzas primordiales del universo se ponen en marcha para poner fin al abuso y a la injusticia. De nuevo, la crisis de la civilización es siempre una crisis moral.

Y es así como las plagas sobre Egipto son eminentemente salidas de la naturaleza para castigar la injusticia de un Estado dotado de una maquinaria de dominio y opresión que no conoce la piedad. Pero mientras que las plagas de Egipto pueden entenderse como un correctivo, la leyenda bíblica de la destrucción de Sodoma y Gomorra es por su parte un juicio terminal a la civilización. La fama de Sodoma y Gomorra en la Antigüedad tiene mucho menos que ver con la interpretación que comentadores posteriores han hecho de la 'sodomía' que con la verdadera razón moral de su hundimiento y del castigo que sufren si atendemos exclusivamente a la primitiva narración de los hechos. La corrupción social y la arbitrariedad brutal de ciudades comandadas por reyes (los poderes políticos del momento) contra las que se enfrentan los nómadas del desierto de costumbres más sencillas y naturales. Esa es la cuestión. Por ello la lluvia de fuego y azufre que manda el cielo viene destinada a arrasar una civilización beligerante y corrupta que había olvidado la convivencia pacífica y el derecho de hospitalidad y de acogida al extranjero.

Quizá nadie lo haya entendido mejor que el pintor del siglo XVI Joachim Patinir con Paisaje con la Destrucción de Sodoma y Gomorra en donde una lluvia de fuego arrasa los altos muros de una ciudad, el cielo enrojecido cae sobre la silueta de grandes edificios testigos del extinto poder de Sodoma, mientras la vida se refugia en forma del pequeño grupo de prófugos que dan la espalda a la ciudad en el desierto huyendo a través de roquedales. El mundo que aspira a la dominación total de la humanidad es destruido por una catástrofe. Hay algo inquietante y moderno en este paisaje de destrucción, algo que anuncia épocas aún lejanas para Patinir, épocas que sin embargo conocemos dolorosamente bien en nuestros días, pues en nuestra retina se han grabado las sombras de edificios incendiados por llamaradas caídas del cielo. Seguramente por eso la sombra de un juicio moral a la civilización y las imágenes terribles del fin nunca nos han abandonado como fenómeno cultural y como representación colectiva.

En 1968 Franklin J. Schaffner rodó su Planeta de los Simios y logró la imagen más devastadora y todavía vigente de una crisis civilizatoria con solo un fotograma, es el célebre momento en que el coronel Taylor descubre los restos de la Estatua de la Libertad semienterrada dándose cuenta de que el mundo violento y desolado en el que intentaba sobrevivir no era sino la Tierra, nuestro hogar, destruido milenios atrás por la mano del hombre. A la edad del progreso tecnológico en que vivimos igualmente la podríamos llamar 'era de las catástrofes', y a las ya antiguas del siglo XX pueden unirse con facilidad las nuevas del siglo XXI empezando por la destrucción del World Trade Center.

El juicio a la civilización anticipa un retorno dramático a la naturaleza a través de la muerte colectiva de una nación o de una civilización entera. Hoy más que nunca sigue vigente la advertencia del poeta P. B. Shelley en su soneto Ozymandias (1818): «Alrededor de las ruinas colosales? solo se extienden arenas llanas y desnudas».