Hemos ganado la batalla. A pesar de que los últimos acontecimientos parezcan desmentir esta afirmación triunfalista mostrando las dificultades del cambio, la profunda, rizomática y poderosa sobredeterminación consciente e inconsciente del patriarcado, su afianzado poder sobre nuestras conductas (las de hombres y mujeres, pues en ambos nuestro inconsciente es patriarcal), insisto en que hemos ganado la batalla del ideal.

Hasta hace bien poco ninguna violación hubiese levantado esta unánime ola de protestas. Ningún 8 de marzo hubiese llenado las calles de euforia feminista por la igualdad. Ningún asesinato de una mujer a manos de sus pareja hubiese llenado de protestas solidarias las plazas. Cada vez son más los colectivos que se unen a la denuncia, a la lucha por derribar un sistema que nos somete a un orden injusto: la dominación masculina. Un orden que toda la teoría feminista se esfuerza en desmontar desde hace algunos siglos.

Ahora ese ideal de igualdad ha ganado la batalla del imaginario social. No así la guerra por implantarse en nuestras sociedades, que seguirá siendo larga, tediosa en ocasiones (las feministas nos cansamos a veces de la insistencia recalcitrante del sistema, de sus manifestaciones macro y micro, de sus paralizantes tentáculos), pero que esperamos un día ganar porque ya hemos ganado una de las grandes batallas.

A pesar de la poderosa reacción misógina que ha seguido cada una de nuestras conquistas, desde la Ilustración hasta hoy, el feminismo y su ideal igualitario ha calado en las consciencias de los ciudadanos, ha penetrado en nuestras conversaciones y en nuestros debates, y podríamos decir que hoy se ha convertido en la primera fuerza transformadora de nuestras sociedades como un ideal de cambio hacia una convivencia más justa donde hombres, mujeres e identidades en transición, se aproximen en derechos y deberes, donde el respeto que a estas últimas se les ha negado sea restituido.

Ha llegado la hora de devolver la inviolabilidad al cuerpo de las mujeres, que desde la prehistoria fue objeto de intercambio, cosificado y utilizado para satisfacer las necesidades sexuales y de afecto de los hombres. La monogamia y la prostitución se instituyeron como sistemas que garantizaban el acceso de éstos a un amor sine die (el mito del amor maternal no es más que este supuesto lazo inmarchitable que une al hijo con la madre), y la disponibilidad del cuerpo de las mujeres, cuyo deseo se ignora. El patriarcado garantiza las necesidades de la mitad de la humanidad y se instaló sobre el silencio y la sumisión de las mujeres, que ahora tomamos la palabra. Nuestra exclusión de la educación y de los más elementales derechos (al voto, a la propiedad, al conocimiento) eran los instrumentos necesarios para mantenernos calladas, para perpetuar una identidad disminuida que progresivamente, con el acceso a la educación, a la escritura, a la palabra, se ha ido ensanchando y ha ido reclamando lo que nos pertenece: la gestión en igualdad del mundo en el que vivimos.

Las resistencias han sido y son aún demasiadas, pero las mujeres tenemos mucho que ganar y poco que perder, y el ideal está conquistado, aunque sabemos que hay que defenderlo con arrojo. Ahora, quienes se oponen a la igualdad quedan del lado de la ignorancia, de la obsolescencia, del machismo puro y duro, cuando no directamente del ridículo.

Decía hace unos días en una entrevista Mary Beart que a las mujeres solo se nos escucha cuando hablamos de los asuntos de nuestro colectivo: de la violación, la reproducción, la maternidad, la prostitución. Y esta afirmación, parcialmente cierta, no lo es tanto si tenemos en cuenta que los temas que nos afectan comprometen a toda la sociedad. Modificar la cultura de la violación implica que los hombres se comprometan con un modelo de masculinidad nuevo; revisar la maternidad y las responsabilidades compartidas sobre los hijos hará que los padres adquieran una identidad más relacional y de cuidados, lo que derivará en una proporción más igualitaria entre el tiempo del trabajo y el tiempo dedicado a la familia; abolir la prostitución supone a mi juicio una batalla indispensable para acabar con el sistema patriarcal.

El patriarcado comenzó con la esclavitud sexual de las mujeres; la dote pudo estar en el origen de la acumulación de bienes, conseguidos en el intercambio de las esposas y su posterior dominación física y simbólica, y solo podrá ser abolido construyendo una nueva política del deseo que impida el acceso de los hombres al cuerpo de las mujeres si el encuentro no es deseado también por ellas, devolviendo al vínculo sexual su carácter íntimo y libre.

Somos nosotras quienes sufrimos la desigualdad en todos su derivados, desde los más groseros a los más sutiles, y hemos de ser nosotras, acompañadas por los hombres que estén dispuestos a ello, el motor de esta revolución permanente. Modificar estos elementos sustanciales de la convivencia procurará una profunda transformación en todas y cada una de las estructuras que sustentan nuestras sociedades. De ahí que afirmemos que la revolución o es feminista o no será, de ahí que las contradicciones con las que tenemos que lidiar sean profundas.

Hemos ganado la batalla del ideal, insisto, el de la necesaria y urgente igualdad de derechos para tod@s, el de la imprescindible construcción de una sociedad más justa. Nos queda, nada más y nada menos, que tratar de hacerlo realidad.