Se están pasando ya los teléfonos de tan inteligentes como vienen de fábrica. El mío, cuando me monto en el coche, se atreve a decirme el tiempo que voy a tardar a donde él cree que debo de ir a esa hora y desde ese sitio. Y el caso es que acierta.

A veces, aunque, por ejemplo, sea mi hora de ir a la oficina, tengo la tentación de conducir hacia otra parte, no sé, hacia el monte quizás, o hacia cualquier pueblo, para que mi teléfono se sienta torpe y rabie. Nunca lo he hecho porque pienso que me va a pillar la mentirijilla, equis minutos en llegar a tu oficina si no hubieras hecho el tonto para marearme total para nada, supongo que me diría. En otras ocasiones mi teléfono me propone álbumes fotográficos con lo mejor del día, de la semana o del mes. Yo no le he pedido que haga tal cosa, pero él es así de amable. Cuando he caído en la idea de revisar el álbum propuesto descubro que ha seleccionado y ha acertado en los aspectos más agradables del día, de la semana o del mes, aunque a veces se le cuele una lista de la compra entre foto y foto de mis preciosas niñas jugando. Descuiden, que ya perfeccionará.

Las tablets, el ordenador del coche, y hasta la pulsera de hacer runnig son casi tan listos como mi teléfono. Hace poco un dispositivo móvil me sugirió que tomara el paraguas al salir de casa porque en una hora estaba previsto que lloviera. En parte porque hacía un sol de justicia y en parte por hacerle la contra no cogí el paraguas y, en consecuencia, llegué a mi destino chorreando. También mi coche me avisa por el teléfono (máquinas compinchadas, cómplices, acosadoras) de que me he dejado la ventana un poquitín abierta. Muchas veces lo hago a propósito solo por fastidiar.

Son bien listos los dispositivos, pero esperen a que se generalice lo que llaman el internet de las cosas. De momento nuestros frigoríficos se limitan a contener y refrigerar, como es su oficio, los alimentos que tenemos a bien albergar en su interior, pero pronto, más temprano que tarde, nos harán el inventario, la lista de la compra y llamarán al Mercadona para que un dron nos traiga otra caja de leche, que no queda.

Y cuando todas nuestras máquinas domésticas se den cuenta de que colectivamente son capaces de ordenarnos la vida, veremos a ver qué pasa. Imaginen una colección de aparatos cada uno especializado en un área de tu bienestar humano que se dan cuenta de que juntos son más eficaces. A principio se conectarán, ajenos a cualquier decisión humana, para hacer mejor su trabajo, pero pronto aprenderán a beneficiarse los unos de los otros, el frigorífico al coche, la televisión al robot de cocina, para ser ellos más y más ciber-felices, y allí ya veremos qué podrá ocurrir.

Hay que pararlos, antes de que sea tarde.