Junto al templo del programa doble, junto al singular edificio que se estremecía ante el toque de corneta que ordenaba la carga del Séptimo de Caballería, junto a la fábrica de sueños que fuera el Teatro Circo Villar, el inolvidable tuno de pandereta José Antonio Mosquera levantaba la persiana de su bar El Loro allá en los albores de los mágicos ochenta.

Un local cuadrado, pulcro, con un cómodo altillo donde a la hora del café se iniciaban lúdicas partidas de dominó y de mus entre jóvenes abogados. Llegó a ser El Loro durante un tiempo acertada prolongación del recientemente desaparecido Ipanema, universidad pirata de estudiantes ociosos.

Ostentaba el mando como segundo de a bordo del señor Mosquera, Jerónimo, importante barman amante de comidillas y chismes que aguantaba con estoicismo las bromas de los licenciados que se negaban a serlo y conservaban aún el halo de estudiantes veteranos, como ocurrió aquel día en el que enterraron un zapato en el hielo de la cubitera en hora punta. Un hecho que hizo sospechosa a la nutrida clientela que allí se encontraba, sin llegar jamás a ser descubierto el culpable de tamaña felonía.

El joven dibujante, dibujaba. Cada atardecer se encontraba sobre la barra un monumental taco de papel en el que plasmar las más variadas situaciones y especímenes de loros verdes y atrevidos. Así las paredes desnudas del bar se fueron poblando de cientos de aves parlantes con chispa y vida propias. Viñetas inanimadas que hablaban del 'Loro de Moscú', del 'Lorozeno penitente', de 'Tarzán de los loros' o aquel amor imposible entre un apasionado loro y una cuerva, a semejanza de los romances que allí tuvieron lugar: amores olvidados y amores consagrados que depararon, en muchos casos, a familias numerosas de hoy en día.

Animada clientela con nombre propio: Ripoll, García Olmo, Martínez-Abarca, Muñoz, Vizcaíno, Martínez Ruiz, García Parra, Ayala, Megías, Cuadrado, Pepe López, 'Ambu', Castillo y tantos otros, sin olvidar el torrente de voz del alberqueño Pepe Montoya luciendo su inseparable boina; nombres que el tiempo pondría de moda. Un bar refugio de tunos y tunantes, donde aún se escucha el eco de guitarras y bandurrias; de clavelitos y varoniles canciones de amor; juglares y trovadores que acallaban los vinilos de las melódicas baladas que allí sonaron.

El pintor Manuel Menárguez diseñó una enorme jaula, que a modo de bóveda surrealista encerraba un maniquí encorbatado, el mindango enjaulado, original reclamo en un generoso local que permitía beber de fiado y donde nadie resultaba desconocido. Tiempos felices los del bar El Loro, poblado de parroquianos entrañables, algunos idos demasiado pronto. Bar luminoso, sin rincones ocultos, como las almas que cada día lo frecuentaban. Ilusionados tiempos de verdes praderas en lo que casi todo estaba por llegar.

Merece la pena recordar aquel local festivo, reverdecer aquellos días inolvidables de juventud y la figura siempre querida de su creador, José Antonio Mosquera, para sus muchos amigos, El Tacas.