La primera vez que la vio, ninguno de los dos contaba más de siete años. Eran las fiestas del pueblo. Su padre la golpeaba en mitad de la plaza, rodeados de banderines, música pachanguera, bailes, risas y un público distraído, que no movía un músculo ante el espectáculo que ofrecían padre e hija.

—¡Ladrona! —la acusaba el padre.

—No me haces daño —respondía una desafiante mocosa de pelo negro y revuelto.

Ni una sola lágrima asomaba a sus ojos. Eso a Juan le impresionó. El delito no era otro que coger unas monedas sueltas del tarro que había sobre el frigorífico para comprar una de esas tentadoras manzanas envueltas en brillante caramelo, manjar que no faltaba cada año en las fiestas del pequeño pueblo.

—¡Déjela en paz!

Juan había sido educado para no meterse en asuntos ajenos ni desafiar a los adultos, pero no pudo quedarse callado ante semejante atropello.

Al día siguiente, el azar los reunió en la misma plaza, ahora desangelada por el fin de las fiestas. Juan preguntó a María, que así se llamaba la golosa delincuente, cómo se encontraba. Ella, orgullosa, le respondió que no era asunto suyo y que no se metiera donde no lo llamaban.

Pasaron los años. María no dejaba de meterse en problemas y de sufrir los abusos de un padre que no hacía honor a semejante título y Juan no dejaba de tratar de ayudar a una princesa que parecía no querer ser rescatada. Finalmente, María no aguantó y para sorpresa de Juan se presentó en su casa, con la cara amoratada y sin una sola lágrima y le soltó:

—Vengo a que me salves.

Juan la acogió para siempre en su casa, en su vida y en su corazón. María se limitaba a dejarse querer y a vivir por encima de sus posibilidades con el beneplácito de Juan, quien trabajaba (de sol a sol) para poder costear la caprichosa vida de María, cuya desidia y frialdad sólo eran comparables a las de un glaciar y sólo parecían aplacarse mediante los bienes materiales.

Tuvieron hijos, tres. Hijos que parecían molestar a María con solo respirar y que Juan disfrutaba y amaba aún sabiendo que la meningitis (hacía muchos años ya) le había robado la posibilidad de tener descendencia.

Juan era un buen hombre. Juan era un hombre enamorado. Juan se ponía cada día el despertador media hora antes de lo necesario solo para poder contemplar a su mujer, detenida y amorosamente, y para poder acariciarla mientras dormía, amparado en el profundo letargo en el que la sumergían los somníferos.

Y Juan era feliz así, mendigando las migajas de amor durmiente que su esposa abandonaba por el suelo, cuidando de sus hijos, trabajando para ellos y haciendo oídos sordos a los rumores que circulaban por el pueblo sobre las constantes infidelidades de su esposa.

Hasta que una mañana, al sonar el despertador anticipado, su mujer no dormía a su lado. Estaba de pie, observándolo:

—Juan, me voy, no aguanto más. Por culpa de gente como tú, existe gente como yo. Yo no puedo dejar de ser quien soy y, desafortunadamente, soy como mi madre. Sí, huyo como ella. Os dejo a ti y a mis hijos. Por suerte, tú no eres como mi padre y estarán en buenas manos. No me busques, no me esperes, no me recuerdes.

Se giró sobre sí misma ante un atónito Juan que asistía, incrédulo y mudo, a semejante escena.

María descendió las escaleras, salió a la calle con una maleta de mano y se introdujo en el coche de un desconocido, envuelta en un vestido rojo y brillante, como una manzana de caramelo.