Lo malo de despedirse es que cuando uno empieza ya no acaba nunca. Después de un adiós viene otro y los adioses no se terminan. Adiós, muchachos es el título de las memorias con las que el nicaragüense Sergio Ramírez se despedía de sus camaradas de la revolución sandinista, que es como decir del sueño de su juventud, y en su despedida estaba también el adiós de toda una generación a una utopía que no fue posible. En ese libro, imprescindible si uno quiere entender lo que está ocurriendo ahora en la 'primavera de Managua', está el origen del desencanto de una izquierda que, si quería sobrevivir, debía decir adiós a su propia razón de ser. Ramírez lo hizo y se dedicó a escribir novelas. Nicaragua desapareció de los periódicos y de nuestros sueños. Pero ahora, casi veinte años después, despertamos y Daniel Ortega sigue ahí.

Cuenta Ramírez que en plena revolución triunfante, en los primeros años del Gobierno sandinista, del que él era vicepresidente, recibieron a Olof Palme. Después de tres días de visita en el que fue agasajado como mito de la socialdemocracia europea, el primer ministro sueco le dejó este escueto mensaje: «Vayan con cuidado, se están alejando del pueblo». Era la primera despedida. Adiós a la ética, a la austeridad, a la 'regla del no tener' lo que el pueblo no tenía, es decir, a la igualdad. Era el comienzo del fin. Pronto vino el adiós a la democracia, por supuesto, simbolizado en los uniformes verde olivo de los nueve comandantes, todos confeccionados por el sastre de Fidel Castro. Después, como si quisieran homenajear la historia tantas veces repetida de las revoluciones, vendría la corrupción. Pero esta vez sería el pueblo quien dijera adiós a los sandinistas en las urnas. Los novelistas, ha dicho Ramírez en su discurso del Premio Cervantes, levantan piedras, aunque lo que hallen sean monstruos.

Somoza, el cardenal Obando, el Comandante Cero, Reagan, el papa Wojtyla, Ernesto Cardenal, Oliver North, Violeta Chamorro? nombres olvidados de un mundo desaparecido. ¿Qué aprendimos después de tantas discusiones de café sobre aquel pequeño país de poetas y revoluciones que sentíamos tan cercano? ¿Solo a decir adiós? Al final todos se fueron, menos uno. Quizá el único que nunca tuvo que decir adiós a nada porque todo lo que ansiaba era el poder. Ese que sigue ahí, con su verdadero rostro, cuando despertamos a ver qué pasa. Las revoluciones siempre destapan monstruos. Triste lección.