En abril de 1981 se aprobaba en el Congreso de los Diputados la ley del divorcio impulsada por el ministro Francisco Fernández Ordóñez, una ley que dividió a la extinta UCD y que dio lugar a la aparición de un nuevo perfil social: la de los separados.

Posteriormente, allá por 1984, el año en el que España se manifestaba masivamente en apoyo de un referéndum para su salida de la OTAN y se conmovía ante la muerte de Francisco Rivera 'Paquirri' en la plaza de toros de Pozoblanco, al igual que por el grave accidente sufrido por Alfonso de Borbón y Dampierre en Navarra, siniestro en el que falleció su hijo Francisco y resultaron gravemente heridos su segundo hijo, Luis Alfonso, y el propio Duque de Cádiz. Cuando las revistas de papel couché hablaban de la visita de la Reina Sofía al Rocío vestida de faralaes y el Tribunal Supremo confirmaba la pena de 53 años de cárcel para ' Rafi' Escobedo por el asesinato de los Marqueses de Urquijo. Fue entonces, en el mes de junio, cuando en Murcia, en la calle Andrés Baquero, antes de Zambrana, la calle que alojara el extinto Instituto Nacional de Previsión y fuera escenario de la infancia del inolvidable hombre de teatro Gustavo Pérez Puig, Javier García Pascual abría las puertas de su bar El Tubo.

Un establecimiento sencillo, estrecho; sin apenas decoración, de cómoda barra, y no con uno, sino con dos inevitables 'rincones del guapo' desde los que observar plácidamente y consumir las excelentes copas y combinados que allí se servían con el telón sonoro de la mejor música del momento. Refugio de corazones solitarios víctimas de la Ley Ordóñez; de desposeídos del hogar y de los hijos, que hablaban entre sollozos de los amores truncados, de las pensiones alimenticias, de la ruina moral y económica. Un abanico amplio de sentimientos y situaciones que encontraron la palabra oportuna, y la mano amiga siempre tendida de Javier y de Paco Torres Cuenca, confesores sin confesionario, consuelo de los afligidos que allí se reunían dando lugar a amistades eternas: almas unidas por la desgracia, socializadas de nuevo ante un cubata, un gintónic o los que fueran con un plato con pistachos como único alimento. Parroquia fija entre semana, jóvenes profesionales e innumerables beldades conformaban la clientela asidua de aquel local que por modesto llegó a ser grande. Cuna de gestos y de palabras en unos tiempos de cambios políticos y sociales que aglutinó a lo más granado de la Murcia de entonces.

Al echar la persiana cada noche, los corazones solitarios quedaban desvalidos, solos ante el mundanal silencio del hogar perdido, tan solo sosegado el ánimo por los sentimientos que ofrece la amistad o quizás la ilusión de un nuevo amor surgido a la luz del neón, del tintineo del hielo al chocar contra el cristal al arrullo de una balada. Treintañeros de ayer que siempre conservarán en su memoria lo que significó el mágico nombre del bar El Tubo, un bar para la íntima historia de muchos.