Unos biólogos han descubierto recientemente en la isla de Borneo una especie desconocida de hormiga que, ante la presencia de un enemigo que amenaza la colonia, se agarran a él y estiran su vientre hasta hacerlo explotar, dispersando como resultado una especie de melaza tóxica con cierto sabor a curri que acaba con el enemigo pringado, por lo menos, y normalmente muerto. Como comportamiento animal ya es raro, pero comprensible. Lo de los terroristas suicidas lo es menos, pero hay que reconocer que también tiene su lógica.

Hay que estar muy fanatizado para dar tu vida en beneficio de tu ideología o de los intereses de un determinado grupo o nación. No viene mal que a los beneficios sicológicos de la autoinmolación para un yihadista se añada la promesa del placer físico de las 72 vírgenes (ni una más, ni una menos) que esperan al mártir en el paraíso de Alá. En cuanto a si estas vírgenes tan bien predispuestas y con el virgo intacto, son la recompensa para cualquier creyente o solo para los mártires de la fe, es un asunto que no aclara el Corán, y que ocupa a los teólogos islámicos en una permanente disputa desde hace centurias. Porque si te puedes beneficiar a las vírgenes sin necesidad de explotarte o morir en combate, como mínimo te lo pensarías antes un par de veces. Al fin y al cabo, como dice el viejo refrán, tiran más dos tetas (y no digamos ciento catorce), que dos carretas.

En la espléndida serie de Amazon Prime Video titulada The looming tower, como el libro en el que está basada, hay una interesante discusión sobre este asunto entre un agente del FBI musulmán, que persigue el rastro de los atentados a las embajadas americanas de Tanzania y Kenia en los años 90, y su jefe. La preocupación del jefe es saber qué sucede cuando las vírgenes han dejado de ser vírgenes, algo que ocurre con bastante frecuencia si se someten a los apetitos del mártir recién explotado. La creencia popular es que el virgo se regenera de forma milagrosa. Creo que resulta una discusión baladí, ya que va a ser difícil que cualquiera de nosotros comprobemos la veracidad de la teoría. Y no solo porque todo ello suceda en el paraíso y después de la muerte, sino porque, al menos yo, me mareo de solo pensar en tamaña proeza física, aunque tenga una innegable vertiente lujuriosa y festiva.

El terrorismo suicida tiene una lógica impecable también desde el punto de vista estratégico. Si se escoge bien el objetivo y el momento, y si el objetivo a liquidar es suficientemente amplio (inocentes comprando en un mercado navideño o disfrutando de un paseo por las Ramblas es bastante amplio en sí mismo), el número de víctimas será suficientemente significativo para ocupar amplios espacios físicos y temporales en los medios de comunicación, acaparar la atención del público y provocar finalmente considerables efectos secundarios de tipo social y político. De esta forma, gracias a la pérdida de unos cuantos fanáticos completamente prescindibles (los cerebros y dirigentes nunca se inmolan), y a la muerte de víctimas inocentes aún más prescindibles (desde el punto de vista del terrorista), se consiguen grandes efectos que, a la larga, redundarán en beneficio de la causa hasta la victoria final. O eso es lo que piensan los que planean e implementan esa estrategia. Lo bueno que tiene ésta es que, si al final la causa sale derrotada, cosa bastante habitual, los muertos son los demás, no el la planeó en su momento.

En realidad, la heroica hormiga de Borneo no se comporta como un terrorista suicida, sino como los kamikazes, aquellos jóvenes (normalmente eran poco más que unos niños) que estrellaban sus aviones contra los barcos americanos en la Segunda Guerra Mundial. Los resultados de esta estrategia fueron devastadores para la Armada norteamericana. Desgraciadamente para los japoneses, y en concreto para aquellos jóvenes kamikazes, esa estrategia nunca tuvo una posibilidad real de cambiar el curso de la guerra, que ya había entrado en su etapa final. La visión de aquellos pilotos, sin embargo, tuvo el efecto inesperado de convencer al mando militar y político norteamericano de que los japoneses nunca se rendirían, con lo que hicieron números y, contando con la inevitable muerte de miles de jóvenes norteamericanos en su asalto al territorio japonés, decidieron que los muertos los pusieran ellos, aunque fueran víctimas inocentes en su mayoría. Así, concluyeron en lanzar sus bombas nucleares con nombres evocadores como Enola Gay contra la población civil de Hiroshima primero, y de Nagasaki después, para que no cupiera la más mínima duda de la gravedad de la cosa.

Puestos a especular sobre la lógica de las estrategias terroristas, la que más compensa por lo que estamos viendo en España, es ni inmolarse ni gaitas. Un buen tiro disparado en la nuca a un juez o a un periodista indefenso e inadvertido, y dentro de unos años a pedir perdón y a irte de potes con los colegas o a comer unas alubias pochas en el txoko. Es una lección que nuestros terroristas euskaldunes podrían enseñar a los yihadistas, a los kamikazes y también a las hormigas suicidas de Borneo. Al fin y al cabo, se conocen pocas guerras ganadas mediante el terrorismo, y lo fundamental es sobrevivir para contarlo.

Tertuliano opinaba que la sangre de los mártires era la semilla de nuevos cristianos. Pero no fueron los mártires los que llevaron a los cristianos al poder, sino la victoria de Constantino sobre sus enemigos y la convicción de que esta había sido fruto del apoyo impagable del Dios cristiano. Otra demostración palpable de que el martirio es poco rentable, sobre todo para el que aporta la materia prima.