Dudo que Berlanga firmara el triste sainete en que ha derivado la versión catalana y apócrifa de su soberbia comedia. El ruido mediático del procés me resultó desde su inicio un insufrible tostón, un inoportuno dolor de muelas que sirvió para tapar las miserias de los partidos gobernantes en Madrid y en Cataluña; y de paso, para hurtar al debate público los temas que verdaderamente importaban a todos los españoles, catalanes incluidos.

Hoy se trata de algo mucho más grave. El guion de aquella infección dental tan pésimamente gestionada por el equipo médico popular, ha degenerado en una septicemia generalizada que amenaza con llevarse por delante la democracia española. Y digo pésimamente gestionada con intencionado candor. Igual, todo fue soberbiamente pergeñado a fin de llenar de banderas rojigualdas los balcones de medio país, de abortar toda esperanza de cambio; o de que parezca aceptable izar a media asta la bandera de todos con motivo de la pasión de Cristo; o de hacer digerible la imagen de cuatro ministros entonando el 'novio de la muerte'. Y, ya de paso, para freir a multas a raperos, o a pacíficos vecinos de Murcia que se resisten a que un rutilante AVE los aisle de su ciudad. ¡Tremendo delito, sus más de doscientos días comiendo subversivas pipas junto a las vías!

No voy a retractarme a estas alturas de mi rechazo intelectual, ni de mi antipatía sentimental hacia nacionalismos e independentismos de todo cuño. Fueron y serán siempre un cáncer para la historia de Europa, una continua amenaza para la democracia, la convivencia de las gentes y la solidaridad entre los pueblos. Sí, me enerva que el asunto catalán haya protagonizado horas y horas en radios o televisiones, miles y miles de páginas en la prensa escrita. Me exaspera que haya servido para lanzar una densa cortina de humo sobre lo que verdaderamente importaba: la supervivencia de un régimen corrupto, injusto y en decadencia.

Si traigo a colación el asunto catalán y sus presos es porque está en juego algo mucho más importante que la improbable secesión de una parte del país. Está en juego que perdamos lo mejor de aquel régimen del 78: constitución, democracia, libertades, derechos políticos; y nos quedemos con lo peor: una casta política y económica que nunca creyó en semejantes mamandurrias.

Que rechace el independentismo, no significa que deteste a los independentistas. Las ideas están para rebatirlas, confrontarlas y atacarlas, incluso con saña. Las personas que las esgrimen merecen siempre respeto. Y no solo respeto, son también sujeto de derechos políticos que van más allá de la simpatía que susciten sus ideas. Es por ello que como español, pero ante todo como demócrata, me abochorna que Oriol Junqueras, los Jordis y tantos otros, se hallen hoy en prisión. Se han equivocado, y mucho, pero su catadura moral está muy por encima de quienes aplauden su encarcelamiento. ¿Cómo no entender que algunos busquen amparo en países donde la justicia no se halle tan contaminada por la política?

No entro en los pormenores procesales y jurídicos esgrimidos por fiscales y jueces. Carezco de conocimientos especializados. De lo que no carezco es del sentido común elemental para juzgar el resultado político y judicial del asunto: un disparate sin paliativos, un bochornoso espectáculo de políticos encarcelados, una vergüenza para la democracia. Cuando se pretende resolver por la vía judicial un conflicto de naturaleza política, el resultado no puede ser otro que una monstruosidad jurídica, política y social.

En algún momento de todo este dislate, quienes consideré políticos presos se convirtieron en presos políticos. Y mi inicial antipatía por su responsabilidad en el despropósito independentista, se tornó en incondicional solidaridad hacia sus personas y familias.

¿Qué se va a hacer ahora con los miles y miles de catalanes que han pasado de manifestarse con esteladas y lazos amarillos a protagonizar cortes de carretera y alguna que otra nit del foc? ¿Todos a la cárcel? No nos cabrían. ¿Al barco de Piolín, a la isla de Perejil?

Insisto, el verdadero drama es esa democracia devaluada que vemos degenerar día a día en el conjunto del país. Al punto que este cartagenero, español hasta la médula, se plantea, llegado el caso de una improbable secesión de Cataluña, el apelar a Jaume el Conqueridor y a la histórica catalanidad del viejo Reino de Murcia, para solicitar la ciudadanía catalana.

Aportaría, al menos, un guiño berlanguiano a este triste guion.