A Alfredo Di Stefano, en los tiempos en que entrenaba al Valencia, se le atribuye una sensata instrucción a un portero algo torpe que por entonces tenía ese equipo: «Las que vayan dentro no las pares, pero las que vayan fuera no las metas». Fernando López Miras debería atender a ese consejo aun no siendo torpe, aunque novato, es decir, nuevo en cualquier facultad o materia, según la RAE. Ya ha de parar suficientes tiros a puerta desde que fue incorporado de entre los reservas como para que atraiga a ella nuevos peligros por causa de su capricho. No es normal que una crisis de Gobierno, sobrevenida por sus propias insinuaciones, se venga prolongando durante un mes sin pretexto lógico que justifique la agonía.

Es imposible entender tamaña dilación si no es por la existencia de dificultades inconfesadas, dado que las consecuencias no pueden ser ignoradas: inquietud y ansiedad entre los propios miembros del Gobierno y de sus respectivos equipos; pérdida de autoridad de los cesantes más rumoreados, si es que alguno de ellos la tuvo en algún momento; expectación contenida entre los agentes dependientes de la acción del Gobierno, sometidos a un prudente compás de espera hasta que se aclare la situación, y acelerada especulación en todos los ámbitos sobre las causas de tan sostenida demora.

Gestionar una crisis de Gobierno no es fácil si, una vez decidida, no se actúa con rapidez y eficacia; de lo contrario, se le puede ir de las manos al líder más pintado, como podría ser el caso. Aparte de que en el entreacto se cuelan todo tipo de oportunidades para instancias exógenas que creen tener o tienen capacidad de influencia y pretenden imponer o retener a sus peones, lo que acaba identificando las deudas del Gobierno, tanto si las paga como si no lo hace.

Todo esto resulta todavía más llamativo si, de partida, cabe suponer que es innecesario. Si López Miras diseñó una agenda para su rampa de lanzamiento electoral, a un año vista de las urnas, que contemplaba en un corto espacio de tiempo su legitimación como líder regional a través de un congreso del partido, más la inmediata proclamación de los candidatos municipales y el remate de un ajuste de Gobierno, a estas horas podemos concluir que el primer epígrafe ha sido salvado, pero los dos siguientes siguen pendientes en un aplazamiento inexplicable que solo puede ser debido a una razón paradójica: el poder adquirido no es sinónimo de autoridad. La transición del liderazgo digital y sobrevenido al liderazgo proclamado desde las bases no se está traduciendo, a la vista de los hechos, en una capacidad resolutiva como cabía esperar.

No negar es afirmar. No hay que remitirse solo al sorprendente impasse en la decisión sobre el rediseño del gabinete gubernamental. Tampoco debe ser fácil, por lo visto, anunciar de una tacada la nueva escuadra de candidatos municipales, que se dijo que sería conocida antes de Semana Santa; después se matizó que lo sería a la vuelta de la misma, y ahora ya constatamos que se hará caso a caso, empezando, ayer, por Cartagena. Quizá ocurra que candidatos como José Ballesta, para Murcia, no estén dispuestos a ir en el pelotón y pretendan establecer su propio calendario para el anuncio correspondiente.

La fórmula «mantengo plena confianza en todos los miembros de mi Gobierno» para replicar a las demandas de información sobre la crisis anunciada redunda en la incertidumbre, pues de no existir la previsión de cambio sería más fácil negar que éste se vaya a producir. Jugar con sobreentendidos es divertido, y tal vez López Miras haya descubierto que uno de los privilegios del poder consiste en 'ponerse interesante', pero la lectura tradicional que suele derivarse de un presidente que no resuelve las crisis es que es incapaz de acometerlas. Con el riesgo, además, de que tan prolongado periodo de expectación concluya con un mero cambio de cromos, que de haberse producido en un primer instante habría podido ser aplaudido, pero como resultado final de la inmersión en la nave del misterio puede resultar decepcionante: ¿tanta espera para que al final salga un ratón?

Desde el Gobierno se asegura que el presidente nunca ha dicho oficialmente que tras el congreso del partido dictaría un cambio de Gobierno, y esto es cierto si no evitamos el 'oficialmente', pero tampoco ha dicho lo contrario, lo cual en la vida política, que es donde ejerce su oficio, se resuelve con un dos y dos son cuatro: si no se niega es que la habrá. Aplazar una crisis de Gobierno que no había sido demandada explícitamente desde el exterior sino insinuada en la hoja de ruta del propio presidente introduce una inevitable inquietud más allá de su propio entorno político. ¿A qué espera? ¿Por qué no se decide? A partir de ahí, toda suposición es legítima. Algunas de las que se acumulan: no es capaz de contrariar a quienes le aconsejan desde fuera; no dispone de recambios sólidos a un año vista de las elecciones sobre las que no existen perspectivas claras acerca de la conservación de la hegemonía popular; no tiene la seguridad de que, si suelta lastre, las 'víctimas' pasen a potenciar los demonios interiores del partido en un periodo en que éste precisa de todos los recursos humanos; no está decidido a rodearse de efectivos que compitan con él en calidad política en una fase tan necesitada para el Gobierno de un especial impulso, cuando la realidad reclama políticos a todo plan antes que sosainas sin ímpetu que esperen a la iluminación presidencial para tomar decisiones...

Hay quien insinúa que el presidente retiene la decisión del cambio porque quiere tomarla cuando no se sienta presionado, es decir, cuando nadie se lo espere o cuando la prensa deje de especular sobre el asunto. Esta reflexión es mejor no tomarla en serio, porque reproduciría una actitud infantil, y más cuando la presión sobre la remodelación del Gobierno se la ha impuesto a sí mismo el propio presidente, pues es una anotación propia en su agenda política tras el congreso del PP. Las crisis del Gobierno se hacen o no se hacen, pero no se ponen a la espera, por las razones antedichas y porque el reloj avanza a gran velocidad hasta la hora final.

Lo previsible del imprevisible. Al presidente murciano no le gusta ser previsible, según confiesa él mismo, y tal vez por eso no actúa del modo como se supone que haría cualquier otro en su lugar. Sin embargo, López Miras, a su pesar, resulta previsible en todo lo demás. Por ejemplo, cuando hace unos días se convirtió en el primer valedor de Cristina Cifuentes tanto en la convención popular de Sevilla como en los Desayunos de TVE. El presidente que acababa de celebrar un congreso regional con el reclamo de la 'refundación', es decir, con la voluntad supuesta de emprender un nuevo camino, a la primera prueba a que es sometido en el ámbito nacional, sucumbe al doctrinario de carril y todavía con más energía que cualquiera de los otros allegados a Génova que se ganan el pan en sus pasillos. ¿No había alguien para defender lo indefendible que no fuera el murciano de turno? ¿No se daba cuenta López Miras de que hay ciertas cosas que producen vergüenza ajena aunque se entienda que responden a obligación de partido? Bien, pero si prevalece ésta sobre el rigor y la exigencia es mejor no presumir de refundación e independencia. Tal vez la enconada defensa que protagonizó López Miras sobre las mentiras de Cifuentes le fuera exigida por ésta, bien directamente o a través de los ejecutivos de su gabinete, ya que en su momento la presidenta madrileña salió en defensa de Pedro Antonio Sánchez cuando éste se encontraba, por otros motivos, en una situación política parecida (de ahí la famosa 'vía murciana' a la que tanto se apela para el caso de la madrileña). Es decir, favor con favor se paga. Menos mal que la desafortunada bromita de López Miras en los Desayunos de TVE sobre la actriz Paz Vega superó en número de reproducciones en las redes sociales al 'corte' en defensa de la automasterizada, aunque no se sabe muy bien si hubiera sido mejor al revés.

A este respecto, el presidente debería considerar que su imagen requiere equilibrar en la balanza del haber la incompetencia desatada de algunos de sus colaboradores, póngase el caso del diputado Cascales, quien esta semana se aprestó a intentar desacreditar en sede parlamentaria a la Universidad pública de Cartagena, que en última instancia es responsabilidad del Gobierno regional, y todo por la cerrazón de no admitir el choriceo del máster de Cifuentes, abriendo además un capítulo que podría estallar en la cara a una nutrida tanda de miembros relevantes del PP que han cursado sus carreras en la privada amiga mientras ejercían en la política, y salían así tal vez milagrosa y santamente de la intitulación. Algo similar a cuando el senador Pedro José Pérez acusó a Alberto Garre de no adaptarse a permanecer sin sillón, esto dicho por quien lleva toda su vida en ellos y tiene una hija que ha heredado el de una dirección general. Siempre hablan los menos indicados. Si López Miras acaba incurriendo también en este tipo de frikadas no quedará reserva en el PP para que supongamos que hay espacios de racionalidad política. Ahí es donde se espera que el presidente, aunque sea contra su voluntad, resulte previsible, es decir, normal.

En realidad, un cambio en el Ejecutivo regional es algo que, si se hubiera producido en el momento correspondiente, es decir, inmediatamente después del congreso del PP, habría tenido una lógica aceptación, pero pasado el tiempo empieza a carecer de interés. La impresión general es que el Gobierno no va a mejorar, pero podría empeorar. Por mucho que se produzca el relevo, pongamos por caso, del consejero de Agricultura, quien no va a cambiar es la ministra de lo mismo, de modo que la política seguirá siendo la misma aunque la gestualidad sea distinta o se transmita una impresión de movimiento. Es al propio López Miras, más que a la sociedad regida por su Gobierno, a quien le podrían interesar unos cuantos ajustes. Y esto por dos motivos: unos funcionales, en el sentido de que podría desbaratar algunos de los ingenios de estructura administrativa que han resultado inoperantes o insólitos; otros políticos, porque lo que el presidente necesita es impulso de su gestión, y esto, por mucho que se valore a sí mismo, no lo podrá conseguir, y menos en el tramo por el que se avanza, si no tiene a su lado a gente con iniciativa, imaginación y capacidad de comunicación. El distraimiento de la portavoz, Noelia Arroyo, a la candidatura a la alcaldía de Cartagena, aun cuando mantenga sus funciones en el Gobierno, constituirá un déficit en el capítulo político, pues López Miras no dispone de muchas piezas tan valiosas como ella para calcular la iniciativa en la actualidad política.

Una de las cosas que debería interiorizar López Miras, por su propio interés, es que el mundo no empieza ahora, ni él es Adán en el paraíso. Es un líder por hacer en el ámbito general de la sociedad, aunque en su partido le hayan dado el manojo de llaves, y lleva la carga de la gestión de más de veinte años del PP, de la que no puede desentenderse, y menos si lo hace sólo de lo malo, a no ser que lo denuncie. No le basta con haber tomado el mando para que se perciba su autoridad y, por tanto, es peligroso que juegue al científico que mira la jaula de ratones (sus consejeros) para observar su evolución y decidir sobre su sacrificio, pues en política ese método acaba transformando las conductas.

No son pocos los problemas políticos que aceptó López Miras al aterrizar en la presidencia. Puede que acabe resolviendo alguno o ninguno. Pero lo que no cabía esperar es que creara alguno nuevo que le perjudicara especialmente a él. Como decía Di Stefano, «los que vayan fueran no los metas».