Para los nativos de internet, la vida sin conexión no merece la pena ser vivida y no hay castigo más cruel que prohibirle el acceso a Instagram a un adolescente. La tecnología 5G está a la vuelta de la esquina, con una velocidad de conexión y un acortamiento de la latencia que dejará en ridículo lo que conocemos hasta ahora y ya está a las puertas la ´IoT´ (Internet of the Things), el ´internet de las cosas´, angloacrónimo referido a un estado del mundo en que las ´cosas´ parlotearán continuamente entre sí y se chivarán de todo lo que les pase a ellas y a su alrededor.

Hace poco también nos llegaba noticia de un tipo muy listo, muy listo, que ha sido capaz de incrementar estratosféricamente su cuenta corriente reventando la seguridad informática de diversos bancos en varios países, calculándose su fraude en miles de millones de euros. Y todo desde su casa en Alicante (hay que ver lo que da de sí a algunos la conexión a internet). No sin cierta envidia por las habilidades de ese trujimán de la informática, tenemos que reconocer que inmediatamente se recrudece en nosotros una increíble sensación de desprotección ante este nuevo mundo. Y no es que temamos demasiado por el estado de nuestras tristes cuentas de ahorro, sino por los graves riesgos a los que aboca una vida completamente dependiente (e in crescendo) de bases de datos accesibles telemáticamente. Y eso sin dejar de reconocer que esta maravilla tecnológica, al ponernos en disposición de tanta información, como nunca antes, bien usada, también nos pone en disposición de mucho bien, como nunca antes.

O de mucho mal. Por supuesto, tratamos de proteger nuestra valiosa información con potentes sistemas de seguridad informática y hasta con alguna ley parlamentaria de protección de datos que se queda obsoleta antes de que comience su tramitación. Y aunque a todas luces esto sea insuficiente, seguimos creyendo con inquebrantable fe ´progre´ que sólo se trata de imperfecciones propias de una tecnología en desarrollo continuo y que ´todo irá bien´. Lo grave, sin embargo, no es que el hacker más listo rompa la seguridad de tu banco (cuánta tranquilidad les debemos a ellos€) o que hasta Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, tape con cinta adhesiva el micrófono y la cámara de su portátil. Lo grave es lo que las empresas, el gobierno y las corporaciones pueden hacer con los datos que les proporcionamos continua y voluntariamente a través de internet. Y contra esto no hay protección técnica o jurídica que valga. Gobiernos, corporaciones y empresas reúnen, almacenan y analizan inmensas cantidades de información de cada uno de los movimientos de nuestra digitalizada vida. Ni siquiera hace falta que proporciones ´contenido privado´ bajo consentimiento. En tus metadatos, convenientemente tratados por las técnicas del ´Big Data´ está todo. Esta vigilancia es multifronte, masiva, automática, ubicua y oculta. No sólo pueden ´mapearse´ todas nuestras relaciones, con nuestro consentimiento (Facebook, WhatsApp, Google, Instagram€) o sin él, sino que teóricamente, a través del cruce de datos, puede realizarse un perfil de cada internauta muchísimo más perfecto y completo que el que el propio internauta podría hacer de sí mismo. Y se trafica. Vaya que si se trafica. Y a qué precios. Las empresas más pujantes del NASDAQ viven de ese trapicheo.

A partir de nuestro móvil, se puede rastrear qué deseamos, qué sentimos, qué hacemos, qué nos preocupa, en qué pensamos, dónde estamos y con quién estamos. Los algoritmos de inteligencia artificial están atentos a los que apagan sus móviles, dónde, cuándo y durante cuánto tiempo y cruzan continuamente esos datos por si salta la liebre. Aunque no tengas teléfono móvil ni sepas lo que es navegar, por inferencia indirecta, a través de las personas con las que te relacionas, que sí usan internet, podrá saberse mucho de lo que convenga de ti. Tal como recoge Bruce Schneier en Data and Goliath, un antiguo consejero de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de EEUU), Stewart Baker, lo dejó claro: «Los metadatos lo revelan todo de la vida de una persona. Si tienes los metadatos, no necesitas otro contenido».

En realidad, estamos sólo en los comienzos. En varias ciudades de China existen sistemas de reconocimiento facial automáticos instalados en lugares públicos. Y ya hay conocidos fabricantes de móviles pensando en incorporar esta tecnología a sus terminales.

Los efectos que este sistema de ´vigilancia global´ tengan sobre las personas se antojan poco positivos. Puede que ahora no le interese a nadie el libro que estás leyendo, los amigos con los que hablas o tus búsquedas por internet. Pero puede que en un futuro sí y ahí estará disponible eternamente para el que sepa husmear, aunque los tribunales europeos sentencien mil veces a favor del derecho a ser olvidados digitalmente.

¿Realmente vamos a seguir siendo igual de libres sabiendo que en cualquier momento «todo lo que pensemos, digamos o hagamos» será convenientemente registrado? Hay graves motivos para pensar que no. Y también para creer que la posibilidad de disenso en materias ´inconvenientes´ puede que sea completamente laminada. Ante este panorama, no hay mito ilustrado más ridículo que el del ´buen ciudadano´. Va a resultar que el hombre kantiano que había alcanzado ´la mayoría de edad´ para gobernarse a sí mismo ha dado paso al hombre que hociquea en la paz perpetua del mercado global de Google, Amazon, Facebook o Instagram. ¿Habremos atravesado ya el punto de no retorno?