El sol apretaba desde las primeras horas de la mañana. Y desde esas primeras horas de la mañana, en que un vaso de leche con cuatro galletas nos espabilaba a mi hermano y a mí, tras calzarnos, camisa, 'Meyba' y sandalias de goma, en el dormitorio común de aquel habitáculo que era la caseta de feria, y al bajar la empinada escalera de madera hasta la improvisada cocina, trastienda y despacho, comenzaba nuestra jornada de cada día, de cada verano, de cada vida de niñez nuestra. Había que salir corriendo a la oficina de Correos, a esperar a la cochambrosa y renqueante Tomasa, aquel coche de madera, trufado de gente en su interior y cargada de valijas en su exterior. Paquillo, su conductor y servidor, trepaba a sus lomos y nos tiraba las sacas, que trasladábamos tirando de ellas hacia dentro, en una especie de tomaydaca con los carteros.

Nosotros mismos abríamos las sacas, sacábamos los voluminosos paquetes de periódicos. Los de Murcia: La Verdad y Línea. Los de Madrid: el propio Madrid, Informaciones, Marca, Arriba, Ya, ABC? todas las revistas y semanarios nacionales, Dígame, Sábado Gráfico, Primer Plano, Ruedo? Los apartábamos del resto de la correspondencia, los cargábamos a nuestras espaldas de la manera mejor distribuida, práctica e ingeniosa sobre nuestros menudos cuerpos, y los trasladábamos como pequeños ponis a la caseta y tras nuestra madre apartar y hacer los suscritos, sacábamos la prensa al mostrador para su venta. Los suscriptores se dividían en dos apartados. Los que pasaban por el quiosco y los que había que llevarlos a domicilio, a su vez dividido en dos sectores: uno a cargo de mi hermano, y otro a mi cargo. Se nos había confeccionado una especie de legajo gigante de madera y cuerdas para su transporte, que colgábamos de nuestros escasos hombros. Sabíamos que si nos dábamos prisa al principio, disminuiría la carga, las cuerdas dejarían de clavarse por el peso, y el resto sería más liviano?

La casa, en primera línea de playa, era luminosa y espaciosa por dentro. Desde el umbral de la puerta, hasta donde se me permitía entrar, se vislumbraba un interior animado, relajado y fresco. Entre amplias ventanas correteaba un aire que hacía bailar cortinas blancas como las velas blancas de los blancos balandros. El señor, entronizado en un sillón de caña ante una mesita baja repleta de fruta, mudo, ciego y distante, buscaba en un monedero las dos perras gordas del valor del periódico, que depositaba en la bandeja que una criada de cofia blanca e inmaculado delantal blanco le tendía displicente? El ABC, que yo cambiaba en la bandeja por las perras gordas? Una niña de mi edad, ojos grandes y claros, flotaba alegre como un ángel despreocupado, mirándome de hito en hito, como a un ser extraño en su presencia.

Y, lo cierto y verdad, es que, los de mi edad al menos, hemos sido como presencias extrañas en tiempos extraños. Si bien que normales en una época de posguerra, de vencedores y vencidos, de carencias y de supervivencias, de tenerse la vida ganada y de tener que ganarse la vida? Yo diría que eran tiempos necesarios, dada la época y las circunstancias. Hoy juzgaríamos la situación como una explotación infantil, y de unas vergonzosas diferencias sociales. Sobre todo si viene el juicio de esas nuevas castas de izquierdas de jóvenes políticos que ni han vivido aquello, ni conocen las causas, y lo que es peor, ni siquiera les importan. Los que hoy compran su estudiada ropa informal de diseño, de importada e impostada zoología izquierdista, en boutiques, y su concepción de justicia social está mamada y sacada de una familia de clase media acomodada que les ha procurado un puesto de funcionario trufado de privilegios y dotados de buena paga.

Cuando se trata de comerse el hambre de cada día, se podrá hablar de injusticia social, pero no de explotados menores que la necesidad les empuja a colaborar con sus padres. Como en Venezuela, ya que hablamos de hambre, carencias y necesidades? e injusticias sociales. Y aunque sea, lo confieso, un ejemplo con mala leche? Pero es que es lo que defienden estas nuevas izquierdas, precisamente? Y es que los que vivimos aquella experiencia, ya parte de nuestra existencia, sabemos valorar mejor que ellos, muchísimo mejor, lo que cuesta esa justicia social que nuestros jóvenes exigen como un derecho, y nuestros políticos exhiben como un trofeo? Y la mucha o poca justicia social que existe hoy, ni los unos la han ganado ni los otros la han merecido. Y es que, para valorar lo que se tiene, antes hay que carecer de ello. Por eso nuestras jóvenes izquierdas no saben administrar un capital que no se han ganado, y que manejan demagógicamente sin saber el valor que tiene. Como tampoco saben qué hacer ni cómo con la herencia histórica que tan inconscientemente se han autoadjudicado. Solo saben de estampas, de gestos y de posturas. Como aquel señorito del ABC?