Habida cuenta de que tenía en mi poder las tarjetas para embarcar exactamente en ese mismo vuelo dos días más tarde, el que un avión de EasyJet abortara su despegue en el aeropuerto de San Javier el pasado martes fue una noticia como mínimo preocupante, por decirlo de forma suave. No es que tenga miedo a volar a esas alturas, teniendo en cuenta que mi trabajo depende de frecuentes viajes en avión, pero pensar que unas simples gaviotas volando en un momento inoportuno pueden provocar que el potente motor de un avión se incendie, es algo que pone a prueba los nervios del viajero frecuente más templado.

Lo que más me sorprendió fue tomar conciencia de que algo tan sofisticado como los viajes en avión dependen para su seguridad de algo tan aparentemente primitivo y poco tecnológico como el desempeño de un puñado de halcones manejado por sus correspondientes operadores o entrenadores, que no sé exactamente cómo llamarlos. Una decena de estas aves de presa en San Javier, y algunos cientos más en el resto de España, plantilla zoológica de sus correspondientes empresas de cetrería, dan servicio a la seguridad de los aeropuertos por encargo de la operadora respectiva, básicamente AENA. Supongo que los halcones estarán ya preparando las maletas, en sentido figurado, con intención de trasladarse al aeropuerto de Corvera, aunque por lo visto algunos se quedarán en San Javier para seguir dando un patriótico servicio a los vuelos de la Academia.

Lo del miedo a volar en avión es una demostración palpable de que nuestras emociones en general, y nuestros miedos en particular, están dominados sobre todo por la imaginación y no tanto por la razón. Todos los días subimos al coche sin pestañear, al no tomar conciencia de los peligros de una costumbre muy asumida que provoca casi millón y medio de muertos al año en todo el mundo. Sin embargo, el miedo a volar embarga a muchas personas, algunas de las cuales apenas lo superan, cuando los viajes en avión son responsables de apenas unos centenares de víctimas en el mismo período y en todo el planeta.

Tiene mucho que ver el que los accidentes de avión suelen provocar muchas víctimas de una tacada, como desgraciadamente a veces sucede con algunos accidentes de autobús u cualquier otro transporte colectivo, además del tremendo espectáculo visual de los restos humeantes del aparato esparcidos por una inabarcable extensión de terreno. Es el mismo efecto que buscan los atentados terroristas (por eso los llamamos así), que apenas con unas cuantas víctimas (un número marginal si lo comparamos con las que provoca una guerra de las clásicas) producen una enorme consternación y hasta grandes movimientos sociales y políticos.

Hace ya un par de décadas leí un artículo que vaticinaba un futuro negro para este medio de transporte, en el momento en que se superara el número crítico de un accidente de aviación comercial cada semana, algo que parecía inevitable, no por el aumento de la inseguridad, sino por el incremento inevitable del número de vuelos y pasajeros para un medio tan conveniente de transporte. Hablamos de una época en la que había un accidente con muchas víctimas cada tres o cuatro semanas. Afortunadamente pasaba el tiempo suficiente entre catástrofe y catástrofe para que la gente se olvidara. Un accidente semanal era la barrera sin retorno para que el pueblo soberano se sintiera irremediablemente asustado y abrumado sin remedio.

Una forma de combatir esa terrible impresión en esa época era diferenciar entre los accidentes de aviones de fabricación soviética, los usados por un amplio número de países tercermundistas bajo la órbita comunista, y los sufridos por aviones de fabricantes occidentales. Aunque la diferenciación tuviera algunas connotaciones políticas, la verdad es que resultaba bastante tranquilizadora si tus rutas se concentraban en la parte Norte del Hemisferio Occidental.

El que esta predicción no se haya cumplido ni remotamente (de hecho el número de accidentes de aviones de pasajeros de gran dimensión ha caído en picado, y nunca mejo dicho) es una demostración palpable de lo que un esfuerzo sistemático por mejorar la seguridad de los aparatos puede conseguir.

Para tranquilizar al personal, los responsables de las compañías aéreas nos explican que los accidentes se producen casi en un 90% al despegar o aterrizar. No es que eso valga de mucho como consuelo si tienes pánico a volar, pero es un buen truco al menos para concentrar nuestra preocupación en esos dos momentos tan concretos de escasa duración en nuestro viaje. Así nos quedamos tranquilos el resto del vuelo para disfrutar de nuestro reducido espacio vital, de la escasa variedad de comida a precio de caviar beluga y del vía crucis de empellones y apretones para alcanzar el baño.

La seguridad de la aviación comercial en el futuro no pasa tanto por los halcones o demás rapaces como por ir restringiendo la capacidad decisoria de los seres humanos en el manejo del aparato en cualquier circunstancia, especialmente las complicadas. Puede parecer duro, pero debemos pensar que el 80% de los accidentes aéreos tienen su origen en fallos humanos. Así que cuantos menos personas intervengan en las operaciones de vuelo, mayor seguridad. Algo que sucederá a no ser que los temores irracionales de los viajeros del futuro se impongan sobre la implacable evidencia.

Nunca hay que minusvalorar la capacidad de comportarse estúpidamente por parte de los seres humanos.