La Virgen del Rosario que cierra la primera procesión california la noche del Viernes de Dolores y Santa María Magdalena, que luce en el primer trono a hombros de la solemne procesión del Santo Entierro de Cristo que sacan los marrajos la noche de Viernes Santo, son hermanas, me atrevería a decir que hasta mellizas. He disfrutado del lujo de salir este año con las dos imágenes y, gracias al presidente de la Madre encarnada, Pedro Juan Moliner, he sabido que ambas tallas salieron de la gubia del escultor murciano José Hernández Navarro con tan pocos meses de diferencia que las dos se estrenaron por las calles de Cartagena la Semana Santa de 1984.

La experiencia de salir con las dos cofradías supuestamente rivales me ha servido para cerciorarme de algo que sabemos todos. Que por muchas diferencias, disputas o burlas que surjan entre los seguidores del Nazareno y los del Prendimiento, el conjunto de nuestras procesiones conforman una Semana Santa única en España, que deslumbra a quienes la ven por primera vez y en la que todos sufrimos cuando se tuercen las cosas, cuando ocurre alguna desgracia en una de las cuatro cofradías pasionarias, como la suspensión de una procesión por la lluvia o cuando un tropiezo o un accidente daña algunas de las imágenes que desfilan sobre nuestros tronos.

La Semana Santa de Cartagena no son cuatro cofradías que van por libre para ver cuál lo hace mejor. Ni las críticas por los fallos que se puedan cometer en el trascurso de un desfile ni en la preparación que los cofrades llevan a cabo durante todo el año de forma altruista y desinteresada. Ni los errores que se detectan en un perfil oficial de aquella o esta red social que, como tantas otras minucias, sirven de carroña para quienes solo saben alimentarse de lo que hacen mal los demás. Ni siquiera es una Junta de Cofradías a la que muchos le piden más unión y más actuar conjuntamente para no limitarse a designar al Pregonero y la Nazarena Mayor y editar una revista en la que se reparten los huecos de forma proporcional.

La Semana Santa de Cartagena es mucho más. Es un evento único que se repite todos los años, un momento mágico que se prolonga durante diez días, un sueño que hemos heredado a lo largo de los siglos, que apenas nos deja dormir desde que le cantamos una serenata a la Caridad hasta que entonamos la última Salve a la Virgen del Amor Hermoso. Nuestra Semana Santa es la suma de las ilusiones, la pasión y las voluntades de un sinfín de personas anónimas que trabajan sin esperar nada a cambio para que toda una ciudad y sus visitantes se embriaguen de la belleza de nuestros cortejos pasionales. Es el resultado del esfuerzo, de muchas renuncias, de muchos desvelos, de esos granitos de arena que forman la montaña de nuestra Semana Grande, en la que cuentan tanto los que dan la cara en la cima, como los que quedan sepultados al pie, en la parte más baja, pero que son el sustento que impulsa cada uno de los pasos ordenados que marcan nuestros penitentes, cada una de las notas de esas marchas de siempre que inundan nuestro cerebro, cada uno de los caramelos y cada una de las postales que reparten nuestros nazarenos, cada uno de los empujones de los hombros de los portapasos que llevan nuestros tronos. Todos somos piezas del engranaje de una máquina que puede presentar averías y defectos, que puede precisar reparaciones, pero que cada primavera funciona a la perfección y al unísono para seguir haciendo historia, para seguir forjando tradición, para seguir abriendo y marcando el paso a todas las procesiones de España.

Por eso, cuando una pieza, un tornillo o una tuerca, por muy pequeña e insignificante que parezca, se resiente, nos resentimos todos. Por eso, cuando algo se rompe o alguien se desvanece, lo sentimos todos. Por eso, cuando la lluvia empapa de lágrimas la ilusión de unos hermanos que trabajan todo el año y no pueden sacar su procesión, lloramos todos. Por eso, cuando nos enteramos que un jovencísimo directivo de la agrupación de San Pedro, con tan sólo 23 años muere de forma repentina la misma noche en la que el apóstol emprende el traslado desde el Arsenal hasta Santa María, a todos se nos encoge el corazón, se nos seca la garganta y sentimos como parte de ese Primer Dolor de la Virgen california que recorrió las calles de Cartagena mientras su familia velaba al chico en el tanatorio se nos contagiaba a todos.

Y por eso, esa noche en la que un crespón negro lucía en el sudario que abría paso al hombre sobre el que Jesús fundó su Iglesia, todos gritamos con más fuerza que nunca: ¡Viva el San Pedro! ¡Viva la Semana Santa de Cartagena!

A Edgar Warner Martínez Sánchez y a todos los que regalan parte de su vida para que todos los años Cartagena viva el milagro de las procesiones de la mejor Semana Santa del mundo. Y a ver quién se atreve a decir lo contrario.