De la Revolución francesa hasta nuestros días se ha operado una mutación sustancial en la mentalidad política del mundo. Las formas democráticas de organización ciudadana conceden igualdad de derechos a toda persona y aceptan a los poderes públicos como simples mandatarios de la comunidad a la que deben servir y a la que han de rendir cuentas de su gestión. Es lo que llamamos revolución política, gracias a la cual queda, por lo menos teóricamente, rechazada para siempre la forma totalitaria de gobierno.

El segundo aspecto que caracteriza nuestro tiempo corresponde a la revolución social. Los trabajadores unieron sus fuerzas a escala internacional y han logrado, dramática y heroicamente, que el trabajo adquiera el primer puesto en los cómputos de rentabilidad. El peso de las plantillas laborales (a pesar de las oprimentes estructuras capitalistas) imprime hoy caracteres específicos a la configuración de nuestro mundo.

Apoyada en las dos anteriores, se desató sobre el planeta una tercera revolución, la técnica, que en pocos años transforma el rostro de la tierra, proporcionando a los humanos medios de comunicación, de transporte, de investigación, de avances absolutamente insospechados pocos lustros atrás. Ya se ve la importancia enorme de estos cambios.

¿Cuál es el más profundo, el más importante? El equipo de sociólogos más sólidamente exigentes del momento actual ha llegado a la conclusión de que la decisiva no es ninguna de esas tres revoluciones. Hay una cuarta que modifica el planteamiento tradicional de la existencia de los seres humanos: es la revolución de la mujer. Lo ocurrido en realidad ha sido que la mujer estaba como en su crisálida, utilizando a medio gas las energías y las cualidades que la naturaleza le ha concedido hasta que los tiempos actuales han sacudido su marasmo, la han despertado, la han iluminado para tomar conciencia de sus posibilidades y le han descubierto que su tarea no consiste en acompañar sumisa el desarrollo del varón, como si ella fuera un elemento pasivo pendiente de la voluntad o las veleidades de su dueño.

La Biblia (Génesis 1, 27) dice, hablando de este tema: «Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó». ¡Imagen de Dios la mujer! La tarea, por tanto, de dominar al mundo, de continuar con la obra de la creación, corresponde, pues, tanto a la mujer como al hombre.

El siempre recordado papa bueno Juan XXIII nos aclara en su encíclica Pacem in terris: «En la mujer se hace cada vez más clara y operante la conciencia de su propia dignidad. Sabe ella que no puede consentir en ser considerada y tratada como un instrumento; exige ser considerada como persona, en paridad de derechos y deberes con el hombre, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública».

En la promoción de la mujer, la batalla ha sido larga. Y, mirando el ambiente, todavía le queda muchísimo camino. Nuestro mundo histórico fue construido con el varón como base, y ha desarrollado sus energías con un patrón masculino. La mujer ha sido, durante siglos, huésped en casa ajena, tratada con menos o más consideraciones, pero nunca protagonista. Y la mujer vivió (y todavía vive en muchísimos lugares) en este papel de sumisión, en esta humanidad rebajada que los hombres le atribuyeron.

Una joven norteamericana inició la rebelión femenina: Lucy Stone. Nació en 1818. «Una niña, qué desgracia», se lamentó su madre. Lucy creció bonita y despierta. Quería estudiar. Eso no es para ti, le respondían, eso no es para una mujer. Hasta que a los dieciséis años se hartó: confeccionaba un día una camisa en el taller de costura de la parroquia y oyó hablar de la educación de las mujeres. Lucy dejó la camisa sin terminar, buscó trabajo y con un dólar por semana, montó la vida por su cuenta. Nueve años más tarde consiguió que le permitieran matricularse en la Universidad de Oberlin. Empezó la revolución.

Mientras en Norteamérica comenzaba de este modo la lucha legal por la promoción de la mujer, las sufragistas inglesas se veían forzadas a plantear pintorescas batallas en las calles de Londres. Cuando la gran luchadora Emmeline Pankhrst y sus hijas se echaban a la calle, la policía temblaba. Me gusta pensar y escribir sobre este tema, porque sigo oyendo la pregunta de Rodolfo, joven cristiano que me interpeló una vez: «Y si los cristianos tenemos devoción a una mujer, María, ¿por qué en la Iglesia solo mandan los hombres? O, ¿por qué no tenemos mujeres sacerdote?

Como veis, amigos, la promoción de la mujer no es solo un asunto para reflexionar, sino una tarea urgente que realizar. Rodolfo: otro día reflexionaremos sobre tus preguntas. Sin duda, como miembros de la comunidad de los creyentes en Cristo, tendremos que entonar el mea culpa.