Cuando te metes en una organización religiosa como el Opus Dei, algo que yo hice sin el consentimiento de mis padres y con apenas 14 años, te pueden pasar dos cosas: que cuando tu mente despierta tras la siempre problemática adolescencia te des cuenta en el lío que te has metido y te vayas echando leches; o que la cosa sea tan seductora y convincente que te atrape entre sus garras y te quedes el resto de tu vida adulta. En este segundo caso te pueden pasar a su vez dos cosas: que despiertes a la realidad del mundo real en la madurez y tengas los reaños para irte, con cuarenta o cincuenta tacos, o que te sientas tan atrapado (o tan integrado) que te quedes ahí hasta el final de tus días en ese mundo que a mí acabó pareciéndome un tanto oscuro y deprimente.

Mi caso fue el primero, y creo honestamente que tuve mucha suerte. Ahora tengo sesenta tacos recién cumplidos y me siento orgulloso y feliz de haber vivido una vida plena, tener tres hijos increíbles, una mujer con la que llevo casado la friolera de 37 años y disfrutar de dos maravillosos nietos medio británicos, medio brasileños, medio españoles que son una fuente inagotable de la más profunda de las alegrías que cualquier ser humano puede concebir.

Mis mejores amigos, por lo demás, vienen de aquellos tres años maravilloso más un año de pesadilla, total apenas cuatro, que pasé en el Opus. De hecho, no reniego de la experiencia, sino todo lo contrario. Si existiera el viaje en el tiempo, volvería a aquellos años. Como también volvería a los años de la mili en el Grup a Llom de Lleida, con doscientos mulos a cual más apestoso. Pero es que a los sesenta años, cualquier experiencia de juventud resulta absolutamente gratificante en retrospectiva.

Desgraciadamente para él, Antonio Esquivias fue de los que se quedó después de la adolescencia (pitó un par de años antes que yo) y solo con 45 años, después de haberse ordenado como sacerdote de la Santa Cruz y haberse secularizado, descubrió la realidad real de la organización en la que llevaba treinta años plenamente integrado, con muchos cargos de alta responsabilidad la mayor parte del tiempo. El problema es que Antonio Esquivias, autor de un libro de prosa mejorable pero de apasionante relato para alguien con mi pasado, se ha dado de bruces con la realidad de una institución que le exprimió hasta los tuétanos pero que nunca reconocerá una relación laboral que le permita en un futuro no tan lejano acceder a una pensión decente. El pobre Antonio, como otros adultos damnificados por la Obra de Dios, o por otras organizaciones religiosas acogidas al Concordato, no tendrá su merecida jubilación después de haber entregado su vida al servicio del mantenimiento, gestión y expansión de diferentes centros del Opus Dei, de Madrid a Roma pasando por Valencia y con vuelta a Madrid.

Si durante todos estos años no he escrito nada acerca del Opus es porque pienso justo lo contrario que su fundador, el santo Escrivá, que siempre recalcaba ese concepto tan aparentemente convincente de que la institución es divina, pero las personas son humanas y tienen sus fallos. ¡Y una leche! La institución eclesiástica es bastante perversa, con sus inquisiciones y la protección a los pederastas como demostración palpable, mientras que es cierto también que muchos de sus militantes y adherentes son gente comprometida, fantástica y admirable. Así que lo que falla es la institución, y lo que la salva son las personas.

No voy a pretender, ni de lejos, tener la misma calidad moral y personal que tantos religiosos, curas e incluso miembros de organizaciones religiosas como el Opus que son capaces de comprometerse hasta los tuétanos para ayudar a los más necesitados o dar su vida por un compromiso radical con sus convicciones más profundas.

Pobre Antonio. En un país en que la legislación laboral da la razón siempre al empleado, él ha tenido la mala suerte de caer en la órbita de los concordatos y la legislación eclesiástica, que da patente de corso a todas estas órdenes religiosos o prelaturas personales que no respetan los más elementales derechos laborales de estos desgraciados ciudadanos que malviven al salirse en completa desprotección.

Estos damnificados se enfrentan a la incomprensión de la derecha y al rechazo de la izquierda. No tienen a nadie que les comprenda, excepto a antiguos miembros de la Obra como yo. Y por eso me he sentido en la obligación de dedicar esta columna a denunciar tamaña injusticia.

¡Ánimo, Antonio! Un año en libertad es como diez años en el vientre de la ballena. Aprovéchalos y disfruta. Y enhorabuena por la valentía que has tenido al escribir tu libro, que reseño aquí para lo que convenga. Se llama El Opus Dei: el cielo en una jaula, de Antonio Esquivias, editado por Libros.com en 2015. Lo puedes encontrar en Amazon, como casi todo.