La década de los 60 fue el punto álgido de una revolución en la que se cuestionó fuertemente una moral sexual basada en la represión de la sexualidad que se alejaba de los fines reproductivos y de las convenciones sociales establecidas alrededor de la familia. Fue también la década en la que Foucault iniciaba sus estudios críticos sobre el pensamiento occidental y las instituciones en las que se sostenía. Sus ensayos arrojaban luz sobre cómo el discurso de la psiquiatría se había constituido como un monólogo de la razón sobre la locura, basado en el silencio de esta última.

Los últimos movimientos de protesta y denuncias masivas de mujeres, ante casos de acoso y abuso sexual, han puesto de manifiesto que aquella revolución se saldó con un monólogo: el de la cultura patriarcal. Las mujeres que han participado en estas protestas, en su mayoría, no han sido educadas en la represión y censura de la sexualidad, sino que han experimentado en distintos momentos de su vida y con consecuencias más o menos graves, la presión de una sexualidad en la que se da por hecho que la búsqueda de satisfacción sexual masculina es una fuerza inapelable que legitima la cosificación, el acoso y los abusos. Romper el silencio es lo que ha permitido a las mujeres tomar conciencia colectiva de esta y otras desigualdades, y que el monólogo de la cultura patriarcal no se sostenga por más tiempo.

Para llegar a este punto, antes las mujeres han tenido que tensionar, que fracturar su identidad de género, una feminidad que ha privilegiado la escasa o nula presencia de la mujer en los campos del conocimientos, de las artes y la cultura, en los espacios de toma de decisiones políticas y económicas para favorecer una identidad construida en torno a los vínculos de cuidado y la entrega amorosa como espacio de realización personal. ¿Qué han hecho las mujeres cuando sus aspiraciones creativas, culturales, vitales y sexuales no han encontrado referentes en los que reconocerse, en los que apoyarse?

Si consideramos la identidad, y en este caso, la identidad de género (masculina-femenina), como un continente en el que albergar el propio ser, el sentimiento íntimo de existencia, si pensamos que nos servimos de estas identidades para conectar nuestra experiencia íntima de existir con una realidad externa que pueda ser reconocida, aceptada y valorada, si pensamos todo esto, es fácil entender el desamparo, el desasosiego de las mujeres que no han podido reconocerse en una identidad femenina definida según los parámetros de la cultura patriarcal. Es fácil entender también la dificultad para perseverar en un campo de acción tradicionalmente acotado para las mujeres y reservado como espacio privilegiado a los hombres. El camino que las mujeres han tenido que trazar para transformar la condición femenina no ha sido fácil, muestra de ello es como la vida de muchas creadoras (Virginia Woolf, Emily Dickinson, Silvia Plath€) ha estado atravesada por el dolor psíquico. La transformación necesaria para que las mujeres se hayan unido y alzado su voz a favor de la igualdad, no es resultado de los cambios de una generación, sino la huella del trabajo y el pensamiento de mujeres antecesoras (Olympe de Gouges, Simone de Beauvoir, Clara Campoamor, Emilia Pardo Bazán€).

Ante las reivindicaciones de igualdad del 8-M, los hombres también se han pronunciado. Los hay claramente a favor, capaces de reconocer la desigualdad, de reconocer que no siempre la han advertido y lo fácil que es hacerse cómplice de esta desigualdad porque les favorece. Estos hombres empiezan a desmontar los engranajes que sostienen su sentimiento íntimo de existir con una identidad masculina dirigida a las conquistas en el ámbito social, económico y sexual.

Otros, en cambio, resisten, protestan, anuncian con fatalismo los peligros que encierran las reivindicaciones de las mujeres. Hablan de pensamiento único, en un momento en el que las reivindicaciones de visibilidad de las mujeres rompen con el monólogo de la cultura patriarcal. Identifican como puritanismo el deseo de las mujeres de no ser cosificadas, de no ser objetos expuestos al deseo de los hombres.

Sabemos que ante la ausencia del silencio de las mujeres, y también de los hombres que apoyan las reivindicaciones de igualdad, la identidad masculina definida tradicionalmente por el patriarcado no puede permanecer inmutable, se tiene que transformar para dejar paso a las nuevas experiencias de lo que es ser hombre en una sociedad que tiende hacia la igualdad. Las mujeres sabemos que transformar la identidad con la que nos hemos construido, negociar con ella, tensionarla, acaba doliendo. Sospechamos que a mayor identificación con los mandatos de la masculinidad tradicional, mayor será la dificultad de los hombres para empatizar con la realidad silenciada de muchas mujeres, mayor la dificultad para reconocer esta desigualdad. Ante esto, cabe preguntarnos, ¿podrán los hombres transformar esta identidad masculina que los moldea, que les ofrece un lugar en el mundo y que los arropa, sin