A veces conviene recordar ideas importantes que están a punto de caer en el olvido. Cuando uno ve Sub Terrae, el cortometraje ganador del Premio IBAFF Joven de este año, escucha el eco de aquella frase de T. W. Adorno que casi se convirtió en un tópico hace una generación pero que a día de hoy casi nadie recuerda o, al menos, casi ninguna obra de arte interpela: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Por supuesto, otros muchos intelectuales no tardaron en contestar que precisamente después de Auschwitz la poesía, el arte, era más necesario que nunca. Sin embargo, Adorno señalaba un doble peligro imposible de rehuir. Por un lado, el hecho de que convertir el horror más absoluto en una obra de arte es, en sí mismo, un acto obsceno. Por otro, la idea de que el arte, así constituido, puede acabar convirtiéndose, en un sentido metafórico pero también literal, en una forma de reproducción del mismo horror.

En Sub Terrae asistimos a una representación de ese tipo de horror. Tal vez uno de los horrores más devastadores que se puedan encontrar hoy en el mundo. El filme de Nayra Sanz comienza en un laberíntico cementerio en ruinas en el que gigantescos panales de tumbas de más de cinco metros de altura se suceden en un estado de absoluto abandono. Infinidad de enormes, casi monstruosos, buitres negros custodian las tumbas. Y la cámara avanza por esta especie de ciudad de la muerte que no es capaz siquiera de sobrevivirse a sí misma. El horror, sin embargo, no reside aquí; no está en el mundo de los muertos, sino en el de los vivos. Porque a medida que la imagen avanza vamos a descubrir que el cementerio no es sino la antesala de un gigantesco vertedero de basuras. Los camiones se suceden dejando allí uno tras otro toneladas de su carga putrefacta, y a su alrededor, sobre las montañas de basura, por todas partes, centenares de hombres y mujeres se agitan como larvas en la búsqueda agónica, minuciosa, de una porción de supervivencia. Se trata de un plano brutal: un plano de tres minutos; más de la mitad del metraje, un gran plano general en el que incluso los camiones se ven empequeñecidos por la distancia; la distancia justa para distinguir a los seres humanos como tales. El plano no debe durar más; acaba justo en el momento en que ¡¡empieza a parecernos hermoso!! Justo en el momento en que el horror empieza a convertirse en poesía. Y, desde luego, no debe acercarse más.

Porque precisamente de eso trata Sub Terrae, no tanto del horror o del infierno, como de la distancia; de la distancia desde la cual el arte puede hablar sin convertirse en algo obsceno. La distancia, la duración y la desidentificación. Ni en los créditos ni en ningún otro lugar aparece mención alguna al lugar, la ciudad o el país concreto al que pertenecen las imágenes. Conscientemente, cada vez que le preguntan a su directora dónde rodó las imágenes, ella se niega a identificar el lugar. Y esa omisión forma parte también de la obra. Allí está el horror, el infierno, lo indecible, pero nosotros estamos aquí, de este lado de la cámara, en la butaca de cine. Lo que ha conseguido Nayra Sanz con su cortometraje ha sido situarnos a la distancia, siempre incierta, a partir de la cual el arte puede sublimar la realidad. Más allá de apologías voluntaristas acerca del carácter redentor del arte, ha conseguido hacer una película después de Auschwitz.

Sub Terrae acumulaba ya casi diez premios en distintos festivales dentro y fuera de España, pero el Premio IBAFF Joven tiene un carácter marcadamente distinto y muy especial. El hecho de que hayan sido adolescentes de quince o dieciséis años los que han premiado un cortometraje como éste, que supone una apuesta formal no sólo distinta sino, cabría decir, que opuesta a las fórmulas narrativas convencionales, resulta esperanzador, y tal vez debería abrirle los ojos a muchos que consideran este tipo de cine un asunto de minorías. Huelga añadir que el sábado por la noche no quedaba una butaca vacía en la sala A de la Filmoteca.

Y como a veces conviene recordar ideas importantes que están a punto de caer en el olvido, cuando uno ve que el cine experimental llena una sala en Murcia, escucha el eco de Fisuras Fílmicas, aquel otro proyecto que todos los meses abarrotaba la sala B. Casualidades de la vida: la directora de Sub Terrae es la hermana de Javier Fuentes, el que fuera creador de aquel proyecto, y, en un emotivo discurso, le dedicó el premio. Alguien en la sala le puso otro nombre a esa casualidad: justicia poética.