El otro día hablábamos mi hermano Carlos y yo (por whatsapp, claro) sobre cómo afectará a nuestros hijos la brecha digital y la progresiva digitalización de todo, pero especialmente de cómo va a influir en su desarrollo emocional el hecho de que incluso las relaciones personales, algo tan íntimo y tan cercano, se desarrollen ya habitualmente de forma virtual, no como cuando llamabas a tu amiga directamente a su casa. Ahora, hasta el pésame se da por twitter. De paso se entera todo el mundo, que es otro de los peligros de esta nueva vida digital. Y aunque todo da vértigo, yo estoy tranquilísima. No porque me parezca poca cosa, sino precisamente porque no es una brecha, sino más bien un abismo lo que nos separa: a un lado nos hemos quedado nosotros, la última generación predigital; al otro, nuestros hijos y el nuevo mundo.

Nosotros no hablamos el lenguaje virtual: trasladamos a esa dimensión digital lo que pensamos o lo que hacemos, y afortunadamente filtramos. Para nosotros sigue habiendo dos dimensiones; ellos son nativos digitales. Quizá sea ese nuestro reto: llenarles la mochila con todo lo bueno de la realidad analógica que pueda enriquecer su realidad virtual: virtudes como la audacia, la valentía, la bondad o el amor siguen moviendo el mundo?. Y prevenirles de que también emigrarán la maldad, la mezquindad, el odio o la cobardía, que nos acompañan desde siempre, así que no sé cómo se las van a apañar, pero estoy segura de que sobrevivirán, y de que sacarán lo mejor de sí.

Cuando se inventó el automóvil, hubo teorías que cuestionaban si el cuerpo humano se podría transportar a la vertiginosa velocidad de 20 km/h, sin desintegrarse. Afortunadamente algunos descerebrados se atrevieron a desafiar esa teoría, y hoy viajamos incluso en avión, a bastante más velocidad. Yo, sin embargo, estoy más impaciente por ver los cambios sociales que traerá esta revolución digital. Creo que estamos ante un cambio de era a la altura de la Revolución Industrial, e igual que entonces estalló la revolución francesa, ahora la revolución que toca es la de la mujer. Hasta hace poco estaba convencida de pertenecer a la generación de mujeres engañadas: aquellas a las que nos pusieron a estudiar y a soñar, y luego nos engañaron con un sueldo de risa, o un horario incompatible con todo. Durante años lo he pensado así.

Ahora empiezo a creer que podemos elegir entre llorar como la generación engañada, que nadie nos lo va a reprochar; o luchar por ser la generación bisagra, y empujar la revolución femenina. No estamos muy lejos: ya somos militares, médicos, ingenieros, abogados?. Nadie nos lo ha regalado. Y yo sigo creyendo que si una mujer puede gobernar una familia, esa misma mujer puede gobernar una nación. Así que tenemos que iniciar la batalla por la igualdad para que nuestras hijas puedan terminarla, y a mí personalmente, para las batallas me gusta recordar lo que dijo el almirante Nelson en la de Trafalgar: que cada cual cumpla con su obligación.