Ha pasado mucho tiempo desde que este lema de mayo del 68 francés irrumpió en nuestras vidas. En general, la mayor parte de las sociedades occidentales están de acuerdo con el principio general de que las prohibiciones deben ser las menores posibles y que la libertad debe ser uno de los principios básicos sobre los que se asienten las relaciones sociales.

Sin embargo, hoy día, una de las libertades fundamentales en cualquier sociedad democrática, que es la libertad de expresión, está amenazada. Desde luego que tampoco nadie en su sano juicio discute que esta libertad de expresión no es absoluta, sino que debe tener ciertos límites. Estos límites deben estar relacionados con la generación de odio y de violencia a través de las palabras. Pero ya está. El resto de temas, que son la gran mayoría, pueden y deben ser discutibles y discutidos desde la moderación, el respeto hacia el que no opina igual y la escucha atenta de los argumentos planteados.

Es evidente que, actualmente, hay ciertos temas que cuando se plantean desatan una cascada de improperios más propio de sociedades primitivas que de sociedades del siglo XXI. Uno de estos temas es el de la ideología de género. Si alguien osa plantear que el sexo es algo biológico, algo que parece obvio en la mayoría de los casos, no se rebate con argumentos desde las posiciones que defienden esa ideología, sino que se tilda de homófobo, transfobo y demás palabras acabadas en fobo a quien se atreva a disentir.

Pero no es el único caso. ¿Y si se plantea que la inmigración debe ser regulada y que no es posible aceptar a todos los inmigrantes que llegan a nuestro país? Está claro que como mínimo se le tachará de xenófobo y racista, pero eso sí, sin argumentos, sólo con insultos. Y otro tema que despierta bajos instintos en algunos sectores sociales, es plantear que la sociedad tiene que defenderse de pedófilos, violadores y asesinos de niños metiéndolos en la cárcel para siempre y que la gran mayoría no podrá ser reinsertados.

En este caso, el argumento en contra será llamar a quien o quienes lo mantengan franquista y fascista. Y no digamos nada si a alguien se le ocurre declarar que la educación, sin tantas florituras como ahora, era de mayor calidad antes que ahora. Habrá una legión de pedagogos y otras gentes con intereses tan inconfesables como obviamente orientados a mantener el sistema actual que decretarán la muerte civil del opinante. Y ya, por último, aquel que se signifique defendiendo la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, sin que haya sujetos como el doctor Montes que te manden al otro barrio sin preguntar, le tacharán de integrista y ultra, es decir, sin un solo argumento. Y así podríamos seguir con otros muchos temas.

Antonio Machado decía que en España, de diez cabezas, nueve embisten y una piensa, y esa parece seguir siendo nuestra situación en estos tiempos. No sólo es importante un trato respetuoso y educado con aquellos que no piensan como nosotros, sino que también resulta interesante estar siempre abierto a revisar nuestras ideas cuando los argumentos expuestos resulten convincentes.

En el siglo XIX, un gran físico como Lord Kelvin pronunció la siguiente frase: «La física es un conjunto perfectamente armonioso y en lo esencial acabado, en el que sólo veo dos pequeñas nubes oscuras: el resultado negativo del experimento de Michelson y Morley, y la catástrofe ultravioleta en la explicación de la radiación del cuerpo negro». Pues esas dos pequeñas nubecillas han dado lugar a la teoría de la relatividad el primero y a la física cuántica el segundo. Si en aquel momento la Física hubiera hecho lo que hacen algunos con los que no piensan igual, no se hubiera llegado al desarrollo científico actual.

La experiencia histórica, en diversos ámbitos, muestra que la disidencia y la desconfianza ante las soluciones que nos plantean Gobiernos, partidos y grupos de presión parece la mejor postura ética, siempre desde el respeto y la moderación, y por supuesto sin emplear la violencia. La autonomía de cada persona para expresar sus opiniones debe prevalecer por encima de ese concepto hegeliano del espíritu universal que se nos intenta imponer desde fuera.