La mujer es el continente negro, decía Freud, su deseo permaneció para él ignoto y, como buen macho alfa patriarcal, se empeñó en desvelarlo apuntalando el concepto de 'envidia de pene'. La mujer desea un pene o un hijo, es un varoncito venido a menos, castrado, que anhela la completud que le falta (para Freud solo existía un modelo anatómico: el masculino). Ahí estaría la respuesta. Su vagina es solo agujero, ausencia, oscura falta. Añoranza de un pene como el del varón.

Pues bien, se equivocaba. Como supieron posteriormente demostrar algunas psicoanalistas mujeres, esa envidia de pene no era más que envidia de las prerrogativas de la masculinidad: la mujer quiere para sí lo que tiene el hombre, no anatómica, sino socialmente: poder, fortaleza, vida pública?; quiere igualdad, en definitiva. Por eso hoy seguimos saliendo a la calle.

El asunto viene de lejos, de muy lejos. Nada menos que del Paraíso terrenal. Allí, según la Cábala, el texto rabínico, la primera mujer de Adán no fue Eva sino Lilith. Pero la relación entre la pareja de nuestros primeros padres míticos no funcionó bien porque Lilith no soportaba la posición que Adán le imponía durante las relaciones sexuales.

«¿Por qué he de acostarme debajo de ti? „preguntaba„: yo también fui hecha con polvo, y por lo tanto soy tu igual».

Se quejaba una Lilith precozmente concienciada. Robert Graves señaló que es característico de las civilizaciones en las que se trata a las mujeres como bienes muebles que deban adoptar la postura recostada durante el coito, la posición a la que se negó Lilith.

En otra versión se nos dice que no estaba hecha de la misma materia que Adán, ni de una de sus costillas como Eva, sino de inmundicia y sedimentos; y observamos aquí el menosprecio hacia esta primera mujer rebelde que este hecho ya indica.

¿Qué pasó después?

Pues que ante la intransigencia de Adán, que insistía tozudo en practicar la archiconocida postura del misionero, Lilith invocó a Dios, quien le regaló unas alas, y huyó del Edén hacia otros mundos lejanos, donde se unió al mayor de los demonios y engendró miles de diablillos. Sin embargo, cuando Jehová le pidió que cuidase de los recién nacidos, Lilith no solo se negó, sino que se propuso asesinar a todos los niños del mundo y arremeter contra las parturientas, descontenta también con el mandato divino. Lilith la antimadre. De esta insurgente surgen las figuras de las mujeres vampíricas, Ghula, Empusas, Lamias, Arpías. Todas malas, todas desobedientes e inconformistas frente a la posición que Adán, el hombre, les otorga durante las relaciones sexuales, y la que Jehová le ordena que adopte como cuidadora de niños; esto es, la posición que el patriarcado nos exige en el mundo.

Cuando la mujer desobedece (Eva fue otra desobediente que nos trajo el pecado original, ya saben; o Pandora, otra primera mujer cuya curiosidad abrió la caja que contenía los males del mundo) se convierte en maligna, en demoníaca. Aún hoy. Y se la puede agredir, se la puede hasta matar descargando la ira que su desobediencia despierta en algunos, demasiados, hombres.

Si traigo aquí esta elocuente historia es para unirla a la pregunta sobre el deseo de las mujeres, pues el mito no nos aclara en qué postura copuló Lilith con el mayor de los demonios, aunque bien podemos sospechar que el coito no sería su preferencia.

El deseo de las mujeres sigue siendo una incógnita no porque las mujeres estemos castradas, como pensaba Freud, sino porque desde hace más de 4.000 años nos castra y moldea un sistema poderosísimo que domina nuestras mentes y coloniza nuestros cuerpos, que nos alejó de la educación y de la participación en la res pública, que nos introdujo en el hogar para ser, exclusivamente, madres. Las mismas cuyos hijos devoraba la rebelde Lilith, que ya sabía las consecuencias de la obediencia ciega al varón.

Pero avancemos en el tiempo.

Ni la Ilustración, que colocó al individuo (sinónimo solo de hombre) en el centro del mundo, cuando le propuso abandonar su infancia mítica por el ejercicio de la razón y el desarrollo de la ciencia; ni la Revolución francesa, con todo su cortejo de igualdad, fraternidad y libertad, sirvieron para que las mujeres se liberasen de la postura en la que Adán las colocaba. Como no lo hizo tampoco la famosa revolución sexual de los 60.

Ya en 1997, Alicia Puleo señaló lo que hoy es una verdad incuestionable: la revolución sexual significó el reconocimiento del derecho al placer de las mujeres, pero el carácter androcéntrico de la propuesta, de la nueva 'posición de la mujer' que la revolución impuso, volvió a contrariar nuestro deseo. El sensual, en ocasiones pornográfico (no podemos estar más de acuerdo con Puleo) modelo femenino post-revolución sexual fue también, como el puritano 'ángel del hogar', una proyección del deseo masculino sobre nosotras, un deseo que ignora de nuevo lo que queremos las mujeres. Lo dice abiertamente José María Guelbenzu en El amor verdadero, donde novela la transición y lamenta aquella mezcla de sinceridad y malicia, como la llama. Lean, lean sus palabras, que no tienen desperdicio:

Todos nosotros, los jóvenes contestatarios del franquismo, sosteníamos el principio de las relaciones libres, lo considerábamos una conquista racional. Nunca fue sino una excusa para convencer a las chicas de que se acostasen con nosotros (pag. 307)

Y sigue así hasta nuestros días. Las relaciones sexuales actuales son para la mayoría de los jóvenes y las jóvenes urbanos, promiscuas, sin cortejo ni compromiso, coitales, basadas en el modelo de la violencia pornográfica, y exigen que las mujeres que se someten a ellas adopten posiciones de sumisión: negando sus propias necesidades afectivas de intimidad y ternura, y sometiéndose a distintos riesgos. Las jóvenes, nos dicen los expertos, se niegan a sí mismas en las relaciones afectivo sexuales de hoy mediante un ejercicio de disciplina emocional semejante al que hacían nuestras abuelas cuando cerraban los ojos también a sus necesidades y se sometían a la postura de Adán (en todos los sentidos, tomémoslo metafóricamente). Los encuentros sucesivos y las relaciones esporádicas actuales no contemplan el deseo de las mujeres, que se adaptan al que imponen los hombres por miedo a perderlos, a parecer menos modernas, a quedarse sin compañía, a ser consideradas unas pazguatas. El patriarcado, que no da puntada sin hilo, también enseñó a las mujeres que quedarse sin hombre es un fracaso inconcebible que las hace menos mujeres. Qué casualidad.

Así pues, miles de años después, nuestro deseo sigue siendo ignoto. Las representaciones que nos ofrecen de él no nos sirven, dictadas como están por el deseo masculino de querernos puras y fieles en la pareja, promiscuas y deseantes fuera de ella, entre otras muchas cosas. Pero nosotras todavía no hemos tomado la palabra. Porque cuando Lilith le dijo a Adán que la postura del misionero la humillaba, que así no le gustaba yacer con él, Adán tendría que haberla escuchado y, sentados ambos a la sombra del árbol del conocimiento del bien y del mal, conversar sobre sus respectivas posiciones en la cama y en la vida y (es difícil, lo sé) , intentar llegar a un acuerdo.

Entonces no pudo hacerse y Lilith huyó despavorida, pero quizás ahora que las mujeres hemos despertado del larguísimo sueño de Bellas Durmientes (¡ay! los arquetipos femeninos y la factoría Disney), quizás ahora estemos a tiempo de intentarlo.

Esta huelga internacional de las mujeres es un paso importante en nuestra lucha.